Consortiumnews
07-09-2015
Traducido del inglés para Rebelión por Germán
Leyens
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La definición clásica de terrorismo es la matanza
intencional de civiles para imponer un punto de vista político, como poner
bombas en la línea de llegada de un maratón o estrellar aviones comerciales
contra edificios repletos de oficinistas. Sin embargo, los medios de
información dominantes han ampliado la definición para incluir soldados
estadounidenses o tropas aliadas, incluso si operan en el extranjero.
Por ejemplo, el columnista del New York Times
Thomas L. Friedman citó el miércoles como un supuesto ejemplo de “terrorismo de
Irán” el atentado contra una base de marines en Beirut en 1983,
“considerado obra del instrumento de Irán, Hizbulá”. Y Friedman no es el único
que menciona el atentado contra los marines en 1983 como “terrorismo” junto con
el apoyo de Irán a las milicias chiíes que combatieron contra el ejército
de ocupación estadounidense en Iraq durante la década pasada.
Los medios de información estadounidenses tratan
rutinariamente casos semejantes como merecedores de la condena rotunda que
implica la palabra “terrorismo”. De la misma manera, esa actitud se amplía a
los ataques de Hizbulá a las fuerzas militares israelíes incluso en los años 80
cuando Israel estaba ocupando el sur de Líbano.
Pero los ataques dirigidos contra fuerzas militares
–no civiles– no constituyen “terrorismo” en su definición clásica. Y se trata
de una distinción importante porque la palabra comporta merecidamente implicaciones
morales y legales negativas que pueden colocar a las naciones acusadas de
“terrorismo” en la mira de sanciones económicas y ataques militares que pueden
matar a cientos de miles o incluso millones de civiles.
En otras palabras, el abuso de la palabra
“terrorismo” puede tener consecuencias similares al propio terrorismo, las
muertes indiscriminadas de gente inocente, hombres, mujeres y niños. Gran parte
del caso a favor de las sanciones y la guerra contra Iraq en los años 90 y 2000
se basó en afirmaciones dudosas e incluso falsas sobre el supuesto apoyo de
Iraq a al-Qaida y a otros terroristas.
Y el caso de 1983 es especialmente significativo
porque es un camino hacia un argumento emocional al acusar Irán de tener
“sangre estadounidense en sus manos” y de ser por lo tanto indigno de cualquier
relación diplomática. Sin embargo, al examinar la verdadera historia tras el
atentado al cuartel de los marines, se ve una historia mucho más
compleja y matizada que asigna la culpa a todas las partes.
El contexto inmediato de la tragedia fue la
invasión israelí del Líbano en 1982 y la guerra civil multilateral que causaba
estragos entre las facciones libanesas. Los invasores israelíes llegaron a
la capital libanesa, Beirut, en cosa de días como parte de una campaña para
aplastar a la Organización de Liberación de Palestina.
Entonces, después de más combates y prolongadas
negociaciones, Israel obligó a la OLP a abandonar el Líbano y partir a Túnez.
Pero la OLP dejó atrás a mujeres y niños en campos de refugiados en Sabra y
Chatila, donde los oficiales israelíes permitieron que fuerzas de milicias
cristianas apoyadas por Israel masacraran a más de 700 y posiblemente miles de
civiles palestinos y chiíes, una de las atrocidades más espantosas de la
guerra.
A ese caos, el presidente Ronald Reagan envió una
fuerza de marines como mantenedores de la paz, pero fueron gradualmente
involucrados en los combates al lado de Israel y sus aliados de las milicias.
El Consejero Nacional de Seguridad Robert
McFarlane, quien a menudo representó los intereses de Israel en los niveles
superiores del Gobierno de Reagan, convenció al presidente para que autorizara
el USS New Jersey para que disparara proyectiles de largo alcance contra aldeas
musulmanas, matando a civiles y así convenció a los milicianos chiíes de que
EE.UU. tomaba partido en el conflicto.
El 23 de octubre de 1983 los militantes chiíes
devolvieron el golpe, enviando un atacante suicida en un camión a través de
posiciones de seguridad de EE.UU., demoliendo el alto edificio del cuartel de
los marines y matando a 241 soldados estadounidenses. Reagan posicionó a
las fuerzas sobrevivientes lejos de la costa.
Aunque los medios noticiosos en EE.UU.
inmediatamente calificaron el atentado contra los marines de acto de
“terrorismo”, las personas informadas sobre la administración de Reagan
conocían la situación y reconocieron que el “alcance exagerado de la misión”
había causado que los soldados estadounidenses fueran vulnerables a
represalias.
“Cuando los proyectiles comenzaron a caer sobre los
chiíes, estos asumieron que el ‘árbitro’ estadounidense había tomado posición”,
escribió el general Colin Powell en su memoria My American Journey. En
otras palabras, Powell, entonces era asesor militar del secretario de Defensa
Caspar Weinberger, reconoció que las acciones de los militares de EE.UU. habían
alterado el status de los marines desde el punto de vista de los chiíes.
El posicionamiento offshore de los marines
tampoco terminó la intervención de EE.UU. en el Líbano. La violencia ojo
por ojo en Beirut continuó. El director de la CIA William Casey ordenó
operaciones secretas de contraterrorismo contra radicales islámicos y envió al
veterano oficial de la CIA William Buckley. Pero el 14 de marzo de 1984,
Buckley desapareció misteriosamente de las calles de Beirut y fue torturado y
asesinado.
En 1985, Casey atacó al líder de Hizbulá Jeque
Fadlallah en una operación que incluyó la contratación de agentes que hicieron
detonar un coche bomba frente al edificio de apartamentos en el que vivía
Fadlallah.
Como lo describió Bob Woodward en Veil, “el
coche estalló, matando a 80 personas e hiriendo a 200, causando devastación,
incendios y edificios derrumbados. Todo el que se encontraba en el vecindario
resultó muerto de inmediato, herido o aterrorizado, pero Fadlallah escapó
indemne. Sus partidarios colocaron una inmensa pancarta ‘Made in the USA’
frente a un edificio que habían volado.
En otras palabras, el Gobierno de EE.UU. se
zambulló en un sangriento pantano de terrorismo mientras condenaba a otras
partes por involucrarse en terrorismo. Pero la ciénaga moral que era el Líbano,
en los años 1982-1985, no es lo que Friedman y otros propagandistas
estadounidenses describen cuando calumnian a Irán de fuerza particularmente
maligna. Friedman tampoco opera con una definición objetiva de terrorismo.
Como Colin Powell reconoció, una vez que EE.UU. se
unió a la guerra civil libanesa como beligerante, los soldados estadounidenses
se convirtieron en objetivos legítimos de las represalias. Por mucho que uno
pueda lamentar las muertes de 241 miembros del personal de EE.UU. (o en
realidad cualquier muerte), no se trató de un acto de “terrorismo”.
El periodista de investigación Robert Parry reveló
muchas de las historias de Irán-Contra para The Associated Press y Newsweek
en los años ochenta. Su nuevo libro es: America’s Stolen Narrative.
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