Rafael Poch
La
Vanguardia
05-09-2015
Es justo que quienes fomentan guerra y miseria con
imperialismo y un comercio abusivo y desigual, reciban las consecuencias
demográficas de sus acciones.
«Una imagen que ha dado la vuelta al mundo y
despierta las conciencias», explica Bernard Henry Levy, sobre la foto del
cadáver del niño sirio varado en una playa turca. El “popular diario” Bild
animando una campaña de acogida de refugiados con ayuda de igualmente populares
futbolistas. La Canciller Merkel apelando a la humanidad y a los valores, y
reafirmando su “gran liderazgo europeo” en esta cuestión, nos explican
editorialistas de renombre. Tres momentos que confirman que en Europa ya no hay
ni lugar para la vergüenza. Es la hora de la gran tomadura de pelo.
La estrella mediática parisina, agitador de todas
las intervenciones militares del humanitarismo euroatlántico, no relaciona sus
prédicas belicistas con el niño muerto huido de Siria. Tampoco lo hizo con las
oleadas balcánicas, afganas, libias o iraquíes. Los Estados cuya destrucción y
disolución ayudó a justificar en nombre del interés supremo de la geopolítica y
economía occidentales, producen éxodos -y terrorismos- claramente
identificables. Cuanta más guerra y desolación se siembra en la regiones en
crisis, mayor será el flujo hacia Europa. Es una consideración bien banal pero,
¿quién nos la va a recordar estos días? ¿El “popular diario”, quizás?
Bild es el primer diario xenófobo del continente y el
de mayor tirada. Su campaña es genuina: la gran operación de imagen del país
del “Nein” y del “Grexit”, cuyo nacionalismo post reunificación
-inscrito en los tratados europeos, en las reglas del Banco Central Europeo y
hasta en la misma moneda única- ha mandado al traste medio siglo de integración
europea y de redención por el desastre nazi. El establishment alemán
necesitaba, ciertamente, una campaña de imagen y la crisis de los refugiados se
la ha dado.
Alemania recibirá este año 800.000 refugiados,
según las infladas cifras del gobierno federal, de momento poco más de 200.000
solicitaron asilo en los primeros siete meses del año. Alemania es el “primer
receptor europeo” de refugiados, el ejemplo para una Francia acomplejada bajo
la sombra de su Frente Nacional. “La hipocresía francesa y el ejemplo alemán”,
titula el portal Mediapart.
¿Quién recordará que en territorio alemán se han
cometido algunos de los mayores crímenes xenófobos de la posguerra europea-occidental,
incluida la mayor trama terrorista de los últimos veinte años (NSU) con
manifiestas complicidades en el aparato de seguridad, que es allí donde las
residencias para emigrantes arden con mayor frecuencia y donde los pasillos del
metro son más peligrosos para los morenos? Un “ejemplo” que pasa por encima del
hecho de que la inmensa mayoría de los “emigrantes” en Alemania son europeos de
tradición cristiana. Un paseo comparativo por las calles de Berlín y París
ofrece una evidencia visual abrumadora a este respecto. Una ciudad con los
colores étnicos de Marsella es completamente impensable en Alemania, donde el
número de matrimonios mixtos entre alemanes y turcos (la excepción) es
insignificante. La frase atribuida a un ayudante de Nicolas Sarkozy de que en
la crisis actual, “los alemanes administran un flujo, mientras que nosotros
tenemos que administrar un stock, por lo mucho que hemos acogido en las últimas
décadas”, responde a una realidad que los propios franceses ignoran, por más
que el racismo y la xenofobia sean problemas verdaderamente paneuropeos.
Ciertamente, todo esto no nos lo recordará la
Federación de la Industria Alemana (BDI), con sus fantasmagóricas quejas por la
falta de mano de obra. Estos sirios educados y de clase media que gritan “¡Germany,
Germany!” en la estación de Budapest y que huyen de una guerra que Europa,
y Francia en particular, han fomentado, son la solución: el recurso ideal de
una estrategia para mantener la política de salarios bajos que arruinó a los
pocos socios europeos aún capaces de producir como Francia. Varios millones de
ellos ayudarán a mantener las cotizaciones del geriátrico federal cuyos fondos
de pensiones se fundieron en el casino bancario, de la misma forma en que
ocurrió en España con los cinco millones de extranjeros que entraron en nuestro
“mercado laboral” entre 1998 y 2008 para alimentar la caldera de la burbuja.
800.000 extranjeros son de todas formas muchos.
Sobre todo vistos en un titular de prensa. Pero los extranjeros no solo entran
en Alemania sino que también se van. Cada año a razón de medio
millón. En los últimos diez años 5,4 millones de extranjeros han abandonado
Alemania, según la estadística federal. La simple realidad es que las cifras
del actual flujo que se están haciendo pasar por críticas, son anecdóticas
tanto para Alemania como para un conjunto de 500 millones de habitantes como es
la Unión Europea.
Vivimos en un mundo integrado y es justo que
quienes fomentan guerra y miseria con imperialismo y un comercio abusivo y desigual,
reciban las consecuencias demográficas de sus acciones. Lo mismo ocurrirá, con
creces, con los futuros emigrantes del calentamiento global, ese desastre en
progresión de factura esencialmente occidental. Las estimaciones que la ONU
baraja para el futuro en materia de éxodos ambientales convertirán en un chiste
lo de ahora, incluido el trágico balance de muertos en el Mediterráneo.
La experiencia demuestra que las barreras y los
alambres de espino no sirven para nada. En 1993 Texas levantó su barrera en la
frontera con México y el flujo creció. Un año después lo hicieron California y
Arizona. Desde entonces la presencia de emigrantes mexicanos en Estados Unidos
se ha triplicado. Las barreras no solo no sirven para impedir la entrada de
ilegales, sino que impiden la salida de los que quieren regresar a sus países.
Con lo que costó entrar, nadie se arriesga a hacer el camino de regreso. Así
que lo mejor sería ir pensando en; una política de paz activa, de resolución
diplomática de conflictos, de prohibición de la exportación de armas (negocio
del que Alemania es líder europeo y la Unión Europea líder mundial), en un
orden económico menos injusto y desigual, en de una manera de vivir menos
crematística y más sostenible.
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