Mientras la casa de los Saud vive los últimos
momentos de su dictadura, la decapitación del jefe de su oposición, Nimr
al-Nimr, echa por tierra las esperanzas que la mitad de la población
saudita aún podía albergar. Thierry Meyssan estima que la caída del reino
es inevitable y que llegará acompañada de un periodo de violencia extrema.
Red Voltaire | Damasco (Siria) | 11 de enero de 2016
por Thierry
Meyssan
El príncipe
Mohammed ben Salman Al Saud, de 30 años, príncipe heredero suplente,
segundo Primer ministro suplente, ministro de Estado, ministro
de Defensa, secretario general de la Corte Real y presidente del
Consejo de Asuntos Económicos y Desarrollo.
En un año, el nuevo rey de Arabia Saudita, Salman,
hijo número 25 del fundador de la dinastía Saud, ha logrado consolidar su
autoridad personal en detrimento de las demás ramas de la familia real,
como el clan del príncipe Bandar ben Sultan y el del ex rey Abdallah.
Pero no se sabe lo que Washington puede haber prometido a los
perdedores para que no traten de recuperar el poder que han perdido. En
todo caso, una serie de cartas anónimas publicadas en la prensa británica hacen
pensar que estos miembros de la familia real saudita no han renunciado a
sus ambiciones.
Después de haberse visto obligado por sus hermanos
a nombrar al príncipe Mohamad ben Nayef como próximo heredero,
el rey Salman rápidamente lo aisló y limitó sus competencias,
favoreciendo con ello a su propio hijo, el príncipe Mohammed
ben Salman, cuyo carácter impulsivo y brutal no ha podido ser
compensado por el Consejo de Familia –que ya no se reúne.
De hecho, el príncipe ben Salman y su padre el rey son quienes
están gobernando el reino, solos, como autócratas, sin ninguna forma de
contrapoder en un país donde nunca se ha elegido un parlamento y los
partidos políticos están prohibidos.
Así se ha podido ver al príncipe Mohammed
ben Salman asumir la presidencia del Consejo de Asuntos Económicos y
Desarrollo, imponer una nueva dirección al Ben Laden Group
y apoderarse de Aramco [1]. En todos los casos, su objetivo
ha sido marginar a sus primos y poner a sus propios hombres de confianza a
la cabeza de las grandes empresas del reino.
El jeque
al-Nimr describía de la siguiente manera la vida de la poblacion chiita de
Arabia Saudita: «Desde el momento mismo en que usted nace, se ve rodeado
por el miedo, la intimidación, la persecución y los abusos. Hemos
nacido en una atmósfera de intimidación. Tenemos miedo hasta de las
paredes. ¿Cuál de nosotros no está familiarizado con la intimidación y la
injusticia a las que nos vemos sometidos en este país? Yo tengo
55 años, he vivido más de medio siglo. Desde que nací hasta hoy,
nunca me he sentido seguro en este país. Uno siempre está acusado de algo.
Siempre está bajo amenaza. El director de la Seguridad del Estado
lo reconoció en mi presencia. Cuando me arrestaron me dijo:
“A ustedes, los chiitas, habría que matarlos a todos.” Esa es
la lógica de ellos.»
En el plano interno, el régimen saudita
se apoya solamente en la mitad de la población sunnita o wahabita,
mientras que discrimina a la otra mitad de la población. El príncipe
Mohammed ben Salman aconsejó a su padre ordenar la decapitación del
jeque Nimr Baqir al-Nimr porque este último había osado desafiarlo.
Dicho de otra manera, el Estado condenó
a muerte y ejecutó al principal jefe de su oposición, cuyo único
crimen era haber formulado y repetido la consigna: «El despotismo es
ilegítimo.» El hecho que ese líder fuese un jeque chiita refuerza
inevitablemente la impresión que tienen los no sunnitas de vivir
bajo un apartheid, ya que se les prohíbe la educación religiosa y se les
prohíbe el acceso a cualquier empleo en el sector público. En cuanto a los
no musulmanes, que son un tercio de la población saudita, no están
autorizados a ejercer su religion y ni siquiera tienen acceso a la
nacionalidad saudita.
El líder
de la Corriente del Futuro libanesa, Saad Hariri, ostenta la doble nacionalidad
líbano-saudita. Oficialmente, es hijo del ex primer ministro libanés Rafic
Hariri. Extraoficialmente, su padre es un príncipe de la familia real de
Arabia Saudita.
En el plano internacional, el príncipe Mohammed y
su padre aplican una política basada en las tribus beduinas del reino.
Sólo así se explican simultáneamente el financiamiento saudita a
los talibanes afganos y a la Corriente del Futuro libanesa, la
represión contra la revolución en Bahréin, el apoyo a los yihadistas
en Siria y en Irak y la invasión de Yemen. Los Saud siempre
apoyan grupos sunnitas, a los que consideran más cercanos al wahabismo que
esa familia impone como religión estatal en Arabia Saudita. Pero
los apoyan no sólo contra los chiitas duodecimanos sino,
en primer lugar, en contra de los sunnitas ilustrados y también
en contra de todas las demás religiones (ismaelitas, zaiditas,
alevitas, alauitas, drusos, sijs, católicos, ortodoxos, sabateos, yazidíes,
zoroastrianos, hindúes, etc.). Y lo más importante es que, en todos
los casos, apoyan única y exclusivamente a los líderes provenientes de
las grandes tribus sunnitas sauditas.
Es también importante señalar, de paso, que la
ejecución del jeque al-Nimr tiene lugar inmediatamente después del anuncio de
la creación de una amplia coalición antiterrorista de 34 Estados
musulmanes alrededor de Riad. Cuando se sabe que el ejecutado, que siempre
rechazó recurrir a la violencia, había sido condenado a muerte por «terrorismo»,
el mensaje que se desprende de su ejecución es que dicha
coalición en realidad es una alianza sunnita contra las demás religiones.
El príncipe Mohammed decidió iniciar la guerra
en Yemen, supuestamente para prestar ayuda al presidente Abd Rabbo Mansur
Hadi –derrocado por una alianza entre los rebeldes huthis y el ejército del
ex presidente Ali Abdallah Saleh– y en realidad para apoderarse de
los yacimientos yemenitas de petróleo y explotarlos junto a Israel.
Como era previsible, esa guerra no está dando los resultados que esperaba
el príncipe y los rebeldes están incursionando en suelo saudita, donde
el ejército del reino huye despavorido, incluso abandonando
su armamento.
Arabia Saudita es, por consiguiente, el único país
del mundo que es propiedad personal de un solo hombre, gobernado por ese
autócrata y su hijo, que rechaza todo debate ideológico, no tolera
ninguna forma de oposición y no acepta otra cosa que el vasallaje tribal.
Estas características, por mucho tiempo consideradas residuos del pasado
llamados a adaptarse al mundo moderno, se han enquistado al extremo
de convertirse en la identidad misma de un reino anacrónico.
La caída de la casa Saud podría verse provocada por
el desplome de los precios del petróleo. Incapaz de rediseñar su tren
de vida, el reino se endeuda a toda velocidad y, según los analistas
financieros, tendría que enfrentar la bancarrota de aquí a 2 años.
La venta parcial de Aramco podría prolongar la agonía, pero tendrá como
consecuencia una pérdida de autonomía.
La decapitación del jeque al-Nimr ha resultado el
capricho que desborda la copa. La caída se ha vuelto inevitable en
Arabia Saudita porque quienes allí viven carecen ahora de toda esperanza. Como
resultado, el país enfrentará una mezcla de revueltas tribales y de
revoluciones sociales que resultará mucho más mortífera que los conflictos que
hasta ahora han sacudido el Medio Oriente.
Lejos de oponerse a este trágico fin, los
protectores estadounidenses del reino lo esperan impacientes. Y si
no dejan de celebrar la «sabiduría» del príncipe Mohammed,
en realidad lo hacen para estimularlo a seguir cometiendo errores.
Ya en septiembre de 2001, el Estado Mayor Conjunto
estadounidense trabajaba en un mapa de rediseño del «Medio Oriente ampliado»
que preveía el desmembramiento del reino en 5 Estados. Y
en junio de 2002, durante una célebre reunión del Defense Policy
Board, Washington estudiaba cómo deshacerse de los Saud, algo que ahora es
sólo una cuestión de tiempo.
Elementos fundamentales:
Estados Unidos logró resolver el problema de la sucesión del rey Abdallah, pero ahora está empujando a Arabia Saudita a cometer errores. Estados Unidos tiene ahora como objetivo dividir el reino en 5 partes.
El wahabismo es la religión de Estado en Arabia Saudita, pero la familia Saud se apoya –tanto dentro del país como fuera de este– únicamente en las tribus sunnitas y practican un apartheid contra la población que practica otras religiones.
El rey Salman, de 80 años, deja el ejercicio del poder en manos de uno de sus hijos, el príncipe Mohammed, de 30 años. Este último se ha apoderado de las grandes empresas del país, inició la guerra en Yemen y acaba de obtener la ejecución del jefe de la oposición, el jeque al-Nimr.
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