23-01-2016
“¡Los niños primero!” suele decirse. Y durante la
artificialmente manipulada guerra de Irán-Irak en que se desangraron en forma
inútil ambos países, esa consigna se cumplió en forma literal: eran niños los
que iban al frente… para detectar las minas –pisándolas, claro–. Este patético
ejemplo muestra lo que, en buena medida, sigue siendo la actitud del mundo
adulto con respecto a la niñez: no siempre se la comprende como la semilla del
futuro.
La riqueza de las sociedades no está en sus
recursos naturales. La verdadera riqueza está en el capital humano. Un país
desarrollado es el que tiene la población más preparada. Japón, con escasos
recursos naturales, o Cuba, bloqueada y agredida, son sociedades infinitamente
más ricas que, por ejemplo, la de Brasil, o la de la India, donde sobran las
riquezas de la geografía. La pobreza de las naciones no está en la falta de
tierra cultivable o en la ausencia de, por ejemplo, petróleo; está en el escaso
desarrollo humano. Y es una verdad lapidaria que la pobreza genera pobreza. Eso
no es nada nuevo, por cierto; pero conviene no olvidarlo nunca si queremos
aportar algo en la lucha contra las injusticias. Un pueblo se desarrolla no
cuando entra en el consumismo voraz sino cuando es dueño de su propio destino,
cuando fomenta su espíritu crítico. En otros términos: cuando su población está
realmente preparada.
Terminar con la pobreza no es, en absoluto, algo
sencillo ni rápido. Muchos países pobres del antes llamado Tercer Mundo que en
décadas pasadas recorrieron la senda del socialismo, si bien pudieron crear
cuotas de mayor justicia en el reparto de su renta nacional, no han podido aún
superar esa lacra de la pobreza en tanto fenómeno económico-social y cultural.
De hecho, funciona como círculo vicioso: la pobreza (que no es sólo material:
es una suma de carencias materiales y espirituales) no permite el desarrollo
integral y sin él no puede haber mejoramiento en la calidad de vida. Si la
educación, la formación de capital humano, son la clave para superar la
pobreza, los sectores pobres son justamente los que menos acceso tienen a esas
posibilidades. Y donde con mayor elocuencia se ve el fenómeno es en la niñez
pobre.
La Organización Internacional del Trabajo (OIT)
señala que para el año 2013 a nivel mundial trabajaban alrededor de 168 millones
de menores de edad. De éstos, la mitad participando en formas de trabajo
infantil que deben erradicarse por ser altamente peligrosas o entrañar
explotación; a su vez, la mitad de ese total tiene entre 5 y 14 años de edad.
La situación es altamente compleja, porque ese trabajo infantil en todos los
casos es imprescindible para completar el ingreso familiar.
Un niño o niña o un adolescente trabajando
constituyen un síntoma social; hablan no sólo del presente de la comunidad a la
que pertenecen, sino también de su porvenir. El por qué un menor trabaja está
indisolublemente ligado a la situación de pobreza. En cualquier país donde se
da el fenómeno, siempre hay que entender el mismo en la lógica de
"ayuda" al presupuesto familiar. En las áreas urbanas, según
estimaciones de la OIT igualmente, su trabajo puede aportar entre un 20 y un 25
% del ingreso del hogar al que pertenece. Y en áreas rurales, donde su trabajo
no se traduce monetariamente en forma directa, la ayuda es inestimable porque
sin ella –tanto en las faenas agrícolas como en el ámbito doméstico– no se
podrían sostener las familias.
Por lo tanto el trabajo infantil llena una
acuciante necesidad; eliminarlo significa privar a una enorme cantidad de
población adulta de una ayuda que, de no tenerla, se vería sumida
irremediablemente en la indigencia total. Por lo que estamos ante un complejo
círculo vicioso: poblaciones pobres–familias pobres– padres con pesadas cargas
familiares–niños que deben trabajar–niños que no acceden a la educación formal–futuros
adultos sin capacitación–nuevas familias pobres–continuidad de las poblaciones
pobres. Círculo, entonces, muy difícil de romper. ¿Por dónde empezar?
Como dice la Comisión Económica para América Latina
(CEPAL): "Desactivar los mecanismos de reproducción de la pobreza
precisa de políticas de inversión social que amplíen y potencien el capital
humano". Eso está claro; pero de no potenciarse el capital humano, de
no capacitarse en función de un desarrollo humano integral y sostenible –como
sucede con la masa crítica de niños y niñas que a muy corta edad ya están
trabajando y no completarán sus estudios, ni siquiera los primarios– no se ven
entonces posibilidades reales de poder superar la pobreza. El capitalismo,
claro está, sigue necesitando de esos sectores pobres (mano de obra poco
calificada que le asegura altas tasas de rentabilidad) por lo que no se le ve
salida al problema dentro de sus marcos. Hay que buscar, entonces, nuevas vías.
Un menor que trabaja tiene hipotecado su futuro, y
por lo tanto el de su sociedad. La relación es inversamente proporcional: a
mayor cantidad de horas trabajadas menor cantidad de horas de estudio. Por
tanto: el trabajo infantil puede salvar del hambre aquí y ahora –como de hecho
sucede– pero cercena a futuro las posibilidades de desarrollo.
Por otro lado, en sí mismo el trabajo infantil es
cuestionable por otro cúmulo de razones. Que un niño o niña a cierta edad
desarrolle alguna tarea doméstica, o aprenda el oficio de sus padres, puede ser
un gran aliciente, tanto personal como colectivo. Es una forma de contribuir a
la socialización, puede ser una manera de ir generando un espíritu de
responsabilidad, de solidaridad incluso. Pero el trabajo al que nos referimos
no es ése precisamente: se trata de algo realizado en un clima de dependencia
con todas las cargas que sobrelleva un trabajador –cumplimiento de horarios,
exigencias, a veces una gran cuota de peligro– en una edad en que ningún ser
humano está preparado para ello, aunque la urgencia de la vida fuerce a
soportarlo. Es eso lo que se denuncia como cuestionable: un menor que trabaja
pierde, además de su estudio, la posibilidad de disfrutar su infancia, de
jugar, de la magia de ser niño; es decir: sufre. Si queremos decirlo en
forma simplificada: la niñez es la preparación para la adultez. Por tanto, un
niño debe ser niño y no un adulto en pequeño.
Adicionalmente, y reforzando la historia de que el
hilo se corta por el lado más delgado, el trabajo infantil se desenvuelve
siempre, comparado con el de los adultos, en condiciones de mayor precariedad.
Muchas veces está invisibilizado como tal, y en general no goza de prestaciones
laborales ni derechos específicos, y aunque haya normativas al respecto, dado
que es un grupo mucho más vulnerable por su misma condición de
"pequeño" (prejuicio con el que deberíamos terminar alguna vez),
resulta más "fácil" para el empleador saltarse las legislaciones.
Luchar contra el trabajo infantil es luchar contra
una grosera forma de explotación. Está claro que la pobreza es un círculo
vicioso, y desde la pobreza es más urgente encontrar soluciones puntuales, aquí
y ahora, que posibiliten comer todos los días y no pensar en términos de largo
plazo. Pero ahí está la cuestión: un niño trabajador, al igual que un niño
puesto en la calle, un niño que mendiga o que se droga, un niño transgresor,
nos muestra que todavía falta muchísimo por trabajar en pro de la justicia. Los
moldes del capitalismo definitivamente no permiten encontrarle salida al
problema.
Como dijo UNICEF, quizá sin aportar mayores
soluciones dado que su misma situación institucional se lo impide, pero sin
dejar de tener razón en la formulación: "El mundo no resolverá sus
principales problemas mientras no aprenda a mejorar la protección e inversión
en el desarrollo físico, mental y emocional de sus niños y niñas".
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