Un Tema de Actualidad
A 20 años de una
historia contada a medias y que aún no ha terminado
Por: Fernando Arribas García*. Especial
para Tribuna Popular.
El 26 de diciembre de
1991, el Soviet Supremo de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas,
máximo órgano del Estado y asiento del nivel superior del Poder Popular, según
el Artículo 108 de la Constitución hasta entonces vigente, se reunió en su sede
del Gran Palacio del Kremlin en Moscú. La agenda del día incluía un único
punto: la consideración de la renuncia que había presentado el día anterior
Mijail Gorbachov al cargo de Presidente Ejecutivo de la Unión Soviética (URSS),
devolviéndole efectivamente al Soviet Supremo todos los poderes como Jefe de
Estado que éste le había encomendado en sucesivos procedimientos desde octubre
de 1988. El debate que siguió, en un clima crispado tras varios meses de grave
inestabilidad política e institucional, tomó un tono cada vez más sombrío. La
decisión final adoptada ese día pese a las irregularidades del procedimiento
(no parecen haberse cumplido las formalidades de determinación de quórum, en
vista de la ausencia obligada de muchos de los diputados comunistas), es sin
dudas uno de los acontecimientos más dramáticos y trascendentales de la segunda
mitad del siglo XX: el Soviet Supremo se declaró a sí mismo disuelto, con lo
que concluía oficialmente la existencia de la URSS, faltando dos días para el
69º aniversario de su establecimiento.
Cuatro meses antes,
tras los acontecimientos del 19 al 21 de agosto, Boris Yeltsin, entonces
Presidente de la República Federativa Socialista Soviética de Rusia (la mayor de
las 15 repúblicas que formaban la URSS), había emitido un decreto prohibiendo
la existencia y actividades del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS)
en territorio ruso, en violación de la Constitución y las leyes de la URSS de
la que Rusia todavía formaba parte, y desconociendo la legitimidad de la
mayoría de los diputados tanto en el Soviet Supremo de la URSS como en el de
Rusia, que eran miembros del ahora proscrito PCUS, como lo había sido hasta ese
día el propio Yeltsin. El decreto ordenaba además la confiscación de todos los
bienes del Partido, el cese inmediato de la publicación de sus órganos de
prensa, y el arresto sumario de sus activistas.
El golpe de agosto
Yeltsin había emergido
como el gran ganador de la confusa serie de eventos de agosto de 1991, que
resultaron en la erosión irremediable de los poderes constituidos y causaron a
la URSS una herida que a la postre resultaría mortal. El día 19, en un nefasto
intento por detener la creciente agitación separatista que amenazaba la integridad
territorial del país, varios miembros del Consejo de Ministros de la URSS, bajo
la dirección del Vicepresidente Gennadi Yanayev y con apoyo de las Fuerzas
Armadas y la fuerza de seguridad del Estado, pero contra la opinión del
Presidente Gorbachov, habían declarado el Estado de Emergencia. Por varios
días, este grupo de ministros se había reunido con Gorbachov tratando sin éxito
de convencerlo de la necesidad de actuar con mayor energía para aplacar los
movimientos separatistas que comenzaban a tomar fuerza en las repúblicas
bálticas, así como en Ucrania, Bielorrusia y hasta en la propia Rusia.
Ante la negativa de
Gorbachov, el grupo de ministros lo desconoció como Presidente, estableció un
Comité de Estado de Emergencia, y designó a Yanayev como Presidente
Provisional. No se cumplieron los procedimientos previstos por la Constitución
para la declaración del Estado de Emergencia y el reemplazo del Presidente (el
Consejo de Ministros no fue legalmente constituido para tomar la decisión), por
lo que este movimiento puede ser considerado como un «golpe de Estado». Y
aunque la vasta mayoría de la población seguramente estaba de acuerdo con los
objetivos últimos del autoproclamado Comité (el 76% del electorado había votado
en un referéndum en marzo a favor de la preservación de la URSS), la obvia
ilegalidad del procedimiento y la falta de transparencia de las acciones del
Comité sembraron la desconfianza y la confusión, y alentaron a una decidida
minoría a entrar en acción.
El día 20, Yeltsin
salió a las calles de Moscú a arengar a sus seguidores y a organizar la
«resistencia» frente a un ataque militar que supuestamente estaba por comenzar.
El 21 hubo efectivamente algunos movimientos de tropas hacia el centro de la
ciudad, que encontraron cierta resistencia civil; pero tras tres muertes (dos
de ellas accidentales), el Comité titubeó ante la posibilidad de una masacre, y
pidió a Gorbachov que reasumiera su cargo.
El 22 quedó
formalmente reestablecido el orden constitucional, pero el poder y prestigio de
la Presidencia y de todo el aparato del Estado habían sido irreparablemente
dañados. Yeltsin, envalentonado por su éxito y la rápida popularidad que había
obtenido, se resistió a acatar plenamente los poderes reestablecidos y
permaneció en rebeldía frente al Estado soviético hasta que forzó a Gorbachov a
renunciar, y precipitó la última decisión del Soviet Supremo. Hasta aquí, el
relato de una historia bastante conocida.
Un Pinochet para la
URSS
Lo que no es tan
conocido es que la idea de dar un golpe de Estado contra Gorbachov había sido
alentada desde 1990 en diversos medios de los Estados Unidos y el Reino Unido,
con la esperanza de que algún reformador pro-capitalista más audaz que el
propio Gorbachov asumiera el poder y acelerara el desmontaje total del Estado
socialista. Gorbachov había puesto en marcha hacía varios años una serie de
reformas que inicialmente propugnaban reorganizar la URSS con miras a
modernizar las instituciones socialistas y a aumentar la eficiencia y la
productividad de la economía soviética. Sin embargo, a medida que las reformas
avanzaban su objetivo se iba desdibujando, y para 1990, según palabras del
propio Gorbachov, la meta ya era el establecimiento de una «economía social de
mercado» que mantuviera un sector público con industrias claves bajo control
estatal y permitiera al mismo tiempo el florecimiento de un poderoso sector
capitalista. Pero los planes de Gorbachov requerirían de diez a quince años y
mantendrían de todas maneras buena parte de la economía soviética fuera del
alcance del capitalismo; esto no era suficiente para quienes querían aprovechar
el momento de debilidad de la URSS y borrarla de inmediato y por completo.
En julio de 1991,
durante la reunión Cumbre del G7 que se desarrolló en Londres y a la que la
URSS había sido invitada por vez primera, representantes del Fondo Monetario
Internacional (FMI) y el Banco Mundial hicieron saber a Gorbachov que no le
darían el apoyo financiero necesario para continuar sus reformas si no
aceleraba el ritmo y abría totalmente la economía soviética a los mercados
capitalistas internacionales. Se trataba, según cuenta Gorbachov en sus
memorias, de un chantaje sin atenuantes al que se negó. Apenas un mes más
tarde, el periódico estadounidense The Washington Post publicó un artículo bajo
el insólito título de «El Chile de Pinochet: modelo para la nueva economía
soviética», en que se proponía abiertamente la necesidad de un golpe de Estado
en la URSS para remover a Gorbachov, eliminar la resistencia a los cambios
pro-capitalistas y dar paso pleno a una economía de mercado. La misma idea, y
con parecidas palabras, ya había sido expuesta en diciembre de 1990 en un
artículo de la revista británica The Economist.
Casi al mismo tiempo
en que se publicaba ese insultante artículo del Washington Post, ocurrió
efectivamente el golpe de Estado contra Gorbachov, aunque, al menos
aparentemente, inspirado por intenciones opuestas a las que alentaba el
periódico estadounidense. Pero, fueran cuales fueran las intenciones de los
ministros soviéticos que establecieron el Comité de Estado de Emergencia,
cuando el polvo se asentó en las calles de Moscú se hizo evidente que en la
práctica su movimiento había servido paradójicamente para abrirle paso a un
dirigente lo suficientemente inescrupuloso y rapaz como para cumplir el rol de
un Pinochet soviético: Boris Yeltsin.
La terapia de choque
En apenas días,
contrariando la orientación del gobierno de la URSS y la línea del PCUS,
Yeltsin entró en negociaciones con el FMI, el cual envió a Moscú a su asesor
estrella, Jeffrey Sachs, el promotor principal del concepto de «terapia de
choque» que el Fondo ofrecía por esos años como receta mágica para resolver los
problemas económicos mundiales. La terapia consistía en la aplicación rápida y
sin miramientos de las más extremas medidas neoliberales (privatización masiva,
recorte radical de los gastos sociales, liberación general de precios,
desregulación de mercados internos e internacionales). La clave del éxito,
según Sachs, era aplicar tal paquete de medidas con gran rapidez y rigor
absoluto, a fin de tomar al país por sorpresa y hacer imposible la resistencia.
Pero para ello se necesitaba de un gobernante dispuesto a todo, como lo había
estado Pinochet en el Chile de 1973. Y Yeltsin demostró ser ese gobernante.
Entre agosto y octubre
de 1991, al mismo tiempo que ordenaba la privatización de casi 250 mil empresas
estatales y la eliminación de los subsidios y los controles de precios sobre
todos los bienes y servicios, Yeltsin usó su poder político para aplastar
cualquier fuerza que se opusiera a los cambios en marcha. El primer blanco,
como lo había sido en Chile, fue el Partido Comunista. Siguieron los
sindicatos, los consejos de trabajadores y campesinos, las organizaciones
populares de masas. A fines de octubre, Sachs y sus terapistas de choque
estaban confiados en que el pueblo, privado de sus organizaciones y dirigentes
naturales, desorientado y aturdido por la rapidez de los cambios, y agotado
tras muchos meses de lucha política, ya no ofrecería mayor resistencia. Y
Yeltsin se lanzó entonces a consolidar su control para garantizar la
continuidad de las reformas. Con el PCUS imposibilitado de actuar abiertamente,
y con toda otra forma de resistencia anulada, Yeltsin obtuvo de un Parlamento
controlado por sus cómplices poderes absolutos para gobernar por decreto.
Bajo la orientación de
Sachs, y con la colaboración de un equipo de economistas neoliberales que
adoptaron con orgullo el apelativo de «los nuevos Chicago Boys» (los chicos
originales, recuérdese, habían sido los asesores de Pinochet bajo la guía de
Milton Friedman), Yeltsin había logrado para fines de 1992 borrar por completo
toda sombra de la antigua Rusia soviética: un tercio de la población se encontraba
ahora por debajo de la línea de pobreza, el consumo de alimentos se había
reducido a casi la mitad, la inflación superaba el 2 mil %, el Producto Interno
Bruto había caído en 54%, y el desempleo era generalizado.
El dictador Yeltsin
A principios de 1993,
el pueblo comenzó a reaccionar en numerosas protestas que reclamaban el fin de
las políticas neoliberales. En marzo, ante la creciente presión popular, el
Parlamento votó la anulación de los poderes absolutos de Yeltsin, y aprobó un
presupuesto que contradecía los mandatos de austeridad del FMI. Pero ya era
tarde: Yeltsin había consolidado su control sobre los elementos claves de la
vida rusa. Sin que nada ni nadie pudiera evitarlo, decretó el Estado de
Emergencia, desconoció las decisiones del Parlamento y recuperó sus poderes
absolutos. Más tarde, cuando el Parlamento y la Corte Constitucional
protestaron la ilegalidad de tales acciones, Yeltsin ordenó disolver el
Parlamento y abolió la nueva Constitución que él mismo había promulgado meses
antes.
Los diputados se
negaron entonces a abandonar sus curules, y Yeltsin ordenó al ejército rodear
el edificio del Parlamento y cortar el agua, la luz y los teléfonos. Tras
largas semanas de asedio, y ante el creciente apoyo que los diputados estaban
recibiendo del pueblo, Yeltsin decidió acabar de una vez por todas con el
problema, y el 3 de octubre ordenó al ejército cañonear, incendiar y tomar el
Parlamento a cualquier costo. Y, a diferencia de los timoratos golpistas de
agosto del 91, a Yeltsin no le tembló el pulso ante la posibilidad de una
masacre: al día siguiente unos 600 civiles yacían muertos, más de mil habían
sido heridos y unos mil 700 habían sido apresados. Rusia estaba ahora por
primera vez en décadas bajo el control de una auténtica dictadura sangrienta.
Epílogo
Todavía falta por
esclarecer completamente las razones profundas que fueron erosionando el
prestigio y la vitalidad del Estado soviético, y que lo llevaron a la situación
de debilidad institucional y estancamiento económico en que se encontraba en
los años 80. Porque aunque las reformas emprendidas por Gorbachov resultaron en
conjunto una traición al proyecto socialista, no nos cabe duda de que algunas
de tales políticas, al menos en su intención inicial, respondían efectivamente
a la necesidad urgente de corregir los graves vicios y deformaciones que se
habían venido acumulando por décadas. Falta también por aclarar plenamente el
proceso de corrupción interna que había sufrido el PCUS, y que permitió que
personajes de la calaña de Yeltsin hayan escalado posiciones en su organigrama
hasta llegar a ocupar puestos claves de dirección, sólo para traicionar al
Partido, al socialismo y al país en cuanto se les presentó una oportunidad
propicia.
Pero lo que quedó
abundantemente claro ya desde el mismo momento de estos eventos, es que los
principales perdedores con la disolución de la URSS y el desmantelamiento del
socialismo fueron los pueblos de las repúblicas ahora ex soviéticas. Veinte
años más tarde, continúa en casi todas ellas la inestabilidad institucional que
se inició en 1990-93, y se profundizan los problemas sociales y económicos
generados por el establecimiento a sangre y fuego del capitalismo. Sin el
formidable sistema de seguridad social integral de la época soviética, y con la
economía completamente controlada por empresarios privados en plena expansión
de sus intereses, estos pueblos se enfrentan a una situación de grave desamparo
que se agudiza, como en todos los otros países capitalistas, con cada crisis
cíclica del sistema.
Así que no puede
sorprender que, pese a la prohibición que se mantuvo por más de dos años sobre
las actividades comunistas en Rusia, pese a la intensa y permanente campaña de
desprestigio y calumnias en los medios de comunicación de todo el mundo en
contra del PCUS y sus sucesores, y pese a las maniobras de todo tipo que
continúan hasta el día de hoy para dificultar las actividades de las
organizaciones comunistas y prevenir su avance, el Partido Comunista de la
Federación Rusa (PCFR) es hoy el segundo mayor partido del país con cerca de
20% de los votos en las elecciones presidenciales de 2008 y las parlamentarias
de 2011 (ha quedado demostrado que en ambas oportunidades el PCFR fue víctima
de fraudes que lo privaron de cerca de la mitad de su votación), y el primero
en algunas localidades y regiones. Ni puede sorprender que los comunistas
también estén obteniendo éxitos electorales incluso mayores en varias otras
repúblicas ex soviéticas, como Moldavia, Letonia y Bielorrusia. La historia
continúa, y sus mejores páginas aún están por escribirse.
Por: Fernando Arribas
García*. Especial para Tribuna Popular.
*Director del Instituto de Estudios
Políticos y Sociales «Bolívar-Marx».
Miércoles, 11 de Enero de 2012 11:24
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(PAZ CON DIGNIDAD)
Nota.- Han pasado dos décadas de la implosión de la URSS. Sin embargo, hasta el presente no hay literatura directa acerca de este
acontecimiento que, como el propio triunfo de la Revolución de Octubre, estremeció el mundo.
Triunfó la revolución de manera singular. Según la teoría, el socialismo no
podía implantarse en un solo país. Esto era lo que ataba de pies y manos a los
partidos proletarios europeos. Pero Lenin hizo la revisión de la teoría marxista, escribió El Imperialismo, etapa superior del capitalismo, replanteó el
concepto de época, replanteó el término imperialismo ligándolo al desarrollo
económico del capitalismo, la fusión del capital industrial y el capital
bancario, lo principal, señalando las raíces económicas de la crisis política
mundial. Con clarividencia política utilizó con oportunismo la crisis mundial, la crisis del Estado zarista, y así pudo lograr, con la
vanguardia bolchevique templada en mil combates, el triunfo de la Revolución de
Octubre. Y con el desenmascaramiento del reformismo de la Segunda
Internacional, declaró su caducidad y forzó la escisión, logrando así levantar la Tercera Internacional. ¡Fue, pues,
revisionista, oportunista, escisionista a lo marxista!
Ante el cambio de la situación, propuso y logró la Nueva Política Económica NEP, sentando las bases para la industrialización del nuevo y joven Estado
proletario, que recién en 1928 pudo iniciar planificadamente la liberación de
las fuerzas productivas del país.
Sólo así pudo enfrentar la agresión nazi fascista y lograr la histórica
victoria en la II Guerra Mundial. Y hasta iniciar la era espacial, gran aporte soviético a la humanidad.
¿Por qué, entonces, con estos cambios trascendentales, la URSS entró en crisis
ideológica, teórica, política, orgánica, que la llevó a su disolución?
Nada hay absoluto en la vida. Todo lo positivo trae lo negativo y viceversa. Y
así como se requirió el replanteo inicial, cada etapa exige replanteos. La
realidad soviética había cambiado. Lo que fue necesario al comienzo, ya no era
necesario después, y hasta era contraproducente conservarlo. De aquí hay que partir para analizar lo ocurrido.
Se requiere, entonces, promover este análisis como Tema de Actualidad.
Ragarro
02.11.12
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