Brais
Fernández
Lunes 22 de
junio de 2015
Es curioso
como la “nueva política” reproduce una y otra vez viejos problemas. ¿Se
acuerdan de aquello de la burocratización de la política?. Pues hoy vuelve a
estar de actualidad. Tras estas elecciones municipales y autonómicas, miles de
personas que antes no tenían ningún vínculo con el ejercicio de la política
institucional, se han convertido en representantes políticos. ¿Vale para ellas
la ley de hierro de la oligarquía que Robert Michels enunciara a principios del
siglo XX pensando en la socialdemocracia europea? ¿Sigue siendo la política ese
virus que convierte en burócrata a quién la ejerce?
Recordemos a
un viejo maestro. Decía Marx que el capital es el hilo conductor de todas las
relaciones sociales, un eje que atraviesa todos o casi todos los conflictos de
la vida. En el proceso de expansión del capital todo se convierte en mercancía,
todo se vuelve valor de cambio. Con ello no decía que el mundo se volviera malo
y perverso; que, por el sólo hecho de vivir, las personas se convirtieran en
comerciantes codiciosos. Se trata de relaciones estructurales, no de juicios
morales.
La política
tampoco esta libre de este tipo de relaciones. Pero como otras esferas que
componen la vida social, la política es una esfera relativamente autónoma. De
nuevo según el viejo Marx, afirmar que la “política es relativamente autónoma”
no quiere decir que esté libre de determinaciones, sino más bien que dentro de
esas sujeciones, tiene sus propias reglas.
Pero ¿acaso
tiene todo esto algo que ver con nuestros nuevos cargos políticos, de Podemos o
de las candidaturas municipalistas, con esos representantes que ha “elegido la
gente” y que son “gente normal y corriente”?. En los manuales de ciencia
política, se suele decir que la burocracia es una fracción de la población con
intereses propios y cuyo poder está ligado al Estado. En demasiadas ocasiones,
en efecto, la política aparece como algo que sólo tiene que ver con las “ideas”
o con las luchas palaciegas por el poder. Sin embargo, la política es también
una lucha material entre clases –qué le vamos a hacer, otra vez las clases
sociales–, empezando porque ella misma parece producir una casta: la
burocracia.
Empecemos
pues por el principio: la llamada crisis de régimen se relaciona con una serie
de causas económicas y sociales. Su profundidad viene dada precisamente por la
conjunción de otras muchas “crisis”: crisis económica, crisis social, crisis
política, crisis cultural. En el ámbito específico de las relaciones entre las
clases, la expresión más concreta de la crisis es la incapacidad de eso que
habría que volver a llamar “capitalismo” para integrar a amplios sectores de
las clases subalternas (clases trabajadoras y clases medias) en una dinámica de
reproducción social ampliada.
Sin embargo,
en esta dinámica de crisis y de búsqueda de “soluciones políticas”, el
protagonismo no parece haber correspondido a los más desfavorecidos. Por
contra, han sido los jóvenes universitarios, los hijos de la clase media
destinados a convertirse en nueva “élite”, los que han llevado y dirigido los pasos
del cambio. Con ello no se quiere decir que los “trabajadores” estén exentos de
tentación burocrática, sino sólo resaltar que desde el principio ha habido, por
así decir, un componente proto-elitista en el movimiento.
O en otras
palabras, buena parte de los sectores que se han incorporado a las
instituciones o a hacer política de forma (semi) profesional provienen de esas
clases medias de formación universitaria con nulas expectativas laborales en su
campo formativo. Un sector que ha visto como la crisis frustraba sus esperanzas
de futuro. Valga decir que para nuestros “nuevos políticos”, hechos de “gente
normal”, la política institucional o profesional no aparece simplemente como
una batalla de ideas (que también), sino que, independientemente de las intenciones
individuales de cada cual, resulta ser también una salida profesional: una
salida a la crisis de integración generada por el crack financiero de 2008 y la
posterior de destrucción de posiciones laborales que el Estado de Bienestar
creaba. De nuevo, no se trata de hacer un juicio moral, sino de reconocer esas
“inercias materiales” que operan sobre todo el proceso.
Valga decir
también, que entre nuestros “nuevos políticos” existe una tendencia casi
instintiva a reproducir una de esas “ideas” que operan de forma invisible y que
conforman eso que antes se llamaba la “ideología dominante”, esto es, que la
política se concentra en el Estado. Lo que en realidad viene traducirse en que
todo cambio real, si quiere ser efectivo, tienen que concentrarse en el Estado.
Por si alguien lo dudaba el Estado es lo real, fuera de él: literatura y
ficción.
Y sin
embargo, ¿qué queremos disputar: el poder del Estado o sencillamente “el”
Estado? Durante el último año y medio, esta pregunta ha quedado suspendida en
la memoria debido a las enormes expectativas que ha abierto Podemos. Pasadas
las primeras citas electorales, el interrogante ha cobrado otra vez una
relevancia inexcusable; máxime si como se ha ido comentando ya en muchos
artículos de Emmanuel Rodríguez, Cesar Rendueles y otros, el riesgo de un
proyecto de cambio liderado por ese grupo social expulsado de “sus lugares
tradicionales” es que la presión por volver a “sus lugares tradicionales” se
imponga y limite el proyecto de cambio a un mero recambio de élites. Algo tan
simple de formular como: si la puerta de la integración en las clases medias
está cerrada por las vías previas a la crisis, la política representativa
aparece como una vía rápida (y hasta entretenida) de ocupar el lugar “que
corresponde”, el lugar “que se merece”.
Un riesgo,
sin embargo, no tiene necesariamente que convertirse en un abismo, al menos si
no olvidamos algunas lecciones del pasado. Por ejemplo, la entrada masiva en
las instituciones de gente proveniente de las luchas sociales en la Transición
vació la calle y llenó la esfera representativa de “cuadros” provenientes de la
izquierda. La concentración de la política en las instituciones estatales
contribuyó a acelerar el debilitamiento del conflicto social y a facilitar que
se perdieran muchas de las conquistas sociales que se habían logrado en los
años previos.
Por eso,
para combatir las presiones objetivas a la burocratización quizás tengamos que
empezar por desmistificar la política. En ese caso, el problema no es la
política como ejercicio deshonesto, sino la relación entre política y sociedad.
Lo político no es un ejercicio técnico (aunque tenga una dimensión técnica),
sino un campo de batalla. ¿Se acuerdan de aquel lema provocador de Lenin en “El
estado y la revolución” cuando decía que el estado socialista debía ser tan
mínimo y sencillo como para que lo pudiera administrar una cocinera?
Democratizar la política también significa popularizar su ejercicio.
Porque la
burocratización no aparece en los momentos álgidos de la marea, sino cuando la
marea retrocede. En la medida en que asumimos que la burocratización es una
tendencia real, en la medida en que reconocemos que la “gente no puede estar
todo el día haciendo política” (¿pero los cargos públicos si?) y que la
resolución de este problema no depende de las intenciones de los sujetos,
nuestra propuesta, y con ella le necesidad de recuperar una política
democrática para todos y todas, no puede basarse únicamente en la buena
voluntad de los representantes. Antes al contrario, la “nueva política” deberá
utilizar las conquistas en la esfera estatal-representativa para crear
mecanismos de control popular. Si de verdad queremos combatir los riesgos de
burocratización y el surgimiento de una nueva élite, quizás tengamos que
impulsar, incluso desde las instituciones, asambleas que no sean simples actos
de masas, sino embriones de una institucionalidad no-estatal; espacios para el
ejercicio de una democracia desde abajo. Se trata de algo que sólo requiere de
voluntad política. Por si esto fuera poco, tenemos un incentivo más: ¡La
democracia es gratis! O, como les gusta decir a algunos, la democracia tiene un
“coste cero”.
21/06/2015
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