19-06-2015
Acabo de
leer el libro de La economía del bien común de Christian Felber, que me
han pasado los compañeros de la biblioteca de la Facultad de Educación. Aunque
no comparto el fondo de su planteamiento, anclado en un marco de una economía
liberal y de un capitalismo de rostro humano, creo que hace aportaciones
interesantes que debíamos tener en cuenta en el actual contexto político y
económico que, a tenor de las predicciones, parece que va a cambiar
radicalmente en este año.
La primera
aportación interesante es recordarnos que uno de los mitos básicos de la
economía de mercado que se enseña actualmente en la mayor parte de las
Facultades de Economía, que “la competencia es el método más eficaz que
conocemos”, consagrado por Friedrich August von Hayek, está basado en una
creencia, es fruto de una ideología determinada. Es decir, que no hay ningún
estudio empírico que haya demostrado jamás que la competencia sea el mejor
método que conocemos. “Una de las piedras angulares fundamentales de las
ciencias económicas es sólo una afirmación que cree la mayoría de los
economistas. Y sobre esta afirmación se sustenta el capitalismo y la economía
de mercado, que son los modelos económicos dominantes en el mundo desde hace
doscientos cincuenta años”, constata Felber.
Lo sorprendente
es que los estudios de psicología social, neurobiología o incluso de economía
demuestran de forma contundente que la
competencia no es el método más eficaz que conocemos sino la cooperación.
Nadie discute que la competencia motive. Pero lo hace de manera más débil que
la cooperación. Mientras la cooperación motiva basándose en las relaciones
satisfactorias, el reconocimiento mutuo y la consecución de objetivos
compartidos, la competencia lo hace basando el éxito de uno en el fracaso del
otro. Es decir, motiva por una parte en función del miedo. Como refleja Felber
“el miedo es un fenómeno muy extendido en las economías capitalistas de
mercado: se teme perder el trabajo, los ingresos, el estatus, el reconocimiento
social, la pertenencia. En la competición por escasos bienes hay en general
muchos perdedores, y la mayoría tienen miedo de serlo”.
Por otra
parte, la competencia motiva en función del deseo de triunfar, de ser mejor que
los demás. Como este autor explica “desde un punto de vista psicológico se
trata de un narcisismo patológico. Sentirse mejor porque los demás son peores
es simplemente enfermizo”. Porque quien relaciona su propio valor con ser mejor
que los demás, depende completamente de que los demás sean peores. La
autoestima debería basarse en ser cada vez mejores y más capaces respecto a
nosotros mismos, en aquellas acciones que nos gustara realizar. Nadie saldría
perjudicado y no habría necesidad alguna de la existencia de perdedores. Si
como efecto secundario y sin ser mi objetivo, explica Felber, resulta que soy
mejor que otro en una actividad, no puedo valorarlo como una victoria, porque
no estoy situándome en una situación de derrota-victoria hablando en términos
competitivos. Si mi meta es hacer bien las cosas, entonces no es necesaria la
competencia, que es justo el fundamento del mito: sin competencia no nos
sentimos incentivados para ser eficientes. Además, psicológicamente, la
motivación es mayor cuando es interna que cuando es externa.
El problema
añadido de este modelo social basado en la competitividad es que en economía
ascienden especialmente las personas antisociales. Son las que resultan
culturalmente “seleccionadas”. Los egoístas son los que pueden tener más éxito
en este sistema capitalista. Si en la economía y en la sociedad se recompensa
sistemáticamente el egoísmo y las actitudes competitivas, si se tiene por
personas exitosas a aquellas que progresan a base de emplear esta dinámica de
incentivos, ese carácter capitalista es el que acaba configurando el carácter
de la propia sociedad, como analiza Erich Fromm en Del Tener al Ser o
Richard Sennett en su famosa obra La corrosión del carácter.
La segunda
aportación interesante es la propuesta de redefinir el éxito económico, no como
el resultado de las dos variables tradicionales habituales, el PIB en lo
macroeconómico y el beneficio financiero de las empresas en el ámbito
microeconómico. Sino como el balance del bien común conseguido. Al estilo de lo
que hace Bután con su “felicidad nacional bruta”, en donde se pregunta a la
población cómo ve su futuro y el de sus hijos e hijas, si confía en sus
vecinos, si dispone diariamente de tiempo para hacer un descanso y meditar,
etc. Felber propone aplicarlo también a las empresas preguntando si crea o
destruye empleo, si la calidad de los puestos de trabajo aumenta o disminuye,
si los beneficios se reparten de forma justa, si se trata y remunera igual a
mujeres y hombres, si la empresa cuida o explota el medio ambiente, si produce
armas o alimentos ecológicos locales, etc. “El beneficio financiero de una
empresa sólo ofrece información de cómo se sirve a sí misma, pero no de cómo
sirve a la sociedad”, explica.
Y la tercera
propuesta que destaca es el cuestionamiento de la propiedad y la herencia. Como
ha dicho Warren Buffet, uno de los más grandes especuladores financieros en el
mundo, “¿encuentran eficiente que los miembros de la selección nacional de
fútbol de mañana sean los hijos de los jugadores de hoy en día?, ¿lo encuentran
justo?”. Por eso defiende que en una sociedad democrática toda persona debe
encontrar iguales condiciones de inicio y conseguir su patrimonio a través de
su propio esfuerzo e ingresos. Igualmente defiende que “ninguna persona tenga
naturaleza en propiedad, sobre todo suelo”, teniendo sólo en uso aquello que vaya
a trabajar sin coste alguno. Podemos usar la naturaleza, pero no la hemos
creado ni tenemos derecho de propiedad sobre algo que es común. Además, alega,
“la posición absoluta del derecho a la propiedad se ha convertido hoy en día en
la mayor amenaza para la democracia. Gracias a la no limitación del derecho a
la propiedad, algunas personas y empresas se han vuelto tan poderosas que
controlan los medios y dirigen los procesos políticos hacia sus propios
intereses”.
Este
planteamiento le conduce a afirmar que la igualdad es un valor superior a la
libertad, porque una libertad demasiado grande puede poner en riesgo la
libertad del otro. La igualdad es por lo tanto un principio absoluto; la
libertad, uno relativo. Existe un principio de limitación para la libertad,
pero no para la igualdad. Respecto a la propiedad, esto significa que todas las
personas deberían tener el mismo derecho a una propiedad limitada (lo necesario
para el bienestar), pero nadie debería tener derecho a una propiedad ilimitada.
Por esto, el derecho a la propiedad tiene que estar relativamente limitado,
concluye.
Aportaciones interesantes, entre otras muchas, que
nos ayudan a deconstruir mitos e ideologías asumidas con excesiva credulidad
actualmente y que damos por asentadas, cuando sólo se basan en una colonización
emocional de nuestro imaginario colectivo, mediante los medios masivos de
comunicación, que nos enseñan sistemáticamente y constantemente a concebir el
mundo desde el habitus capitalista, que diría Foucault. Cuando, como
indica Felber, “no conozco ninguna corriente de pensamiento ni ninguna religión
del mundo que pretenda educarnos en la competencia y el egoísmo. Tanto más
sorprendente es que el sistema económico occidental esté basado en valores que
no están respaldados por ninguna religión o ética. ¡El darwinismo social, ni la
más mínima base científica, es la religión secreta de la economía!”.
Enrique Javier Díez Gutiérrez. Profesor de la Universidad de León
Enrique Javier Díez Gutiérrez. Profesor de la Universidad de León
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