Paul Heideman
Viernes
19 de junio de 2015
Con potentes movimientos de clase tras de sí, la
tecnología puede garantizar la emancipación con respecto al trabajo, y no más
miseria.
“Cualquier cosa, excepto el capital.” Para
los economistas convencionales, esta es la norma no escrita en las principales
discusiones sobre desigualdad. Desde la respuesta petulante de Greg Mankiw al
movimiento Occupy, hasta el argumento de Tyler Cowen de que la tecnología ha
propiciado la obsolescencia de la clase media; todos aquellos responsables de
desgranar para la población estadounidense el funcionamiento de la economía,
pretenden exonerar a los ricos.
El argumento de Cowen, en particular, desarrolla
una cuestión que se ha tornado cada vez más prominente en el debate sobre la
desigualdad. Al ser confrontado con evidencias irrefutables del crecimiento del
1%, muchos economistas se refugian en la idea de “cambio tecnológico sesgado
en base a competencia.” Aseguran que el progreso tecnológico ha eliminado
la demanda de habilidades de la mayoría de la población trabajadora, premiando
al mismo tiempo aquellas personas que poseen talentos que se ajustan a la nueva
economía.
En un período diferente, este argumento hubiese
sido difícil de sostener. La idea de que el progreso tecnológico asignaría los
bienes a todos los sectores de la sociedad, ha constituido siempre una pieza
fundamental de la ideología americana.
En la actualidad, no obstante, con movimientos
contestatarios en retirada, únicamente permanece la inevitabilidad del progreso
tecnológico. Donde el desarrollo tecnológico mantuvo una vez la promesa de
pulir los ásperos contrastes de la sociedad estadounidense, este se presenta ahora
como la respuesta a estos contrastes, y como justificación de la permanencia de
los mismos.
Algunas personas, no obstante, no están
dispuestas a renunciar al potencial utópico de la tecnología. Una organización
como el Institute of Customer Experience (Instituto de la Experiencia de los
Clientes) – subsidiaria de la Human Factors International, Inc. – presentaron
un atrevido plan (por supuesto en Indiegogo) para atajar frontalmente el azote
de la desigualdad. La idea fue una aplicación de móvil llamada Equalize.
En el corto vídeo que acompañaba a su
lanzamiento, la Directora Ejecutiva de ICE, Apala Lahiri Chavan (que se
presenta bajo el perfil de “FuturistApala” en Twitter) ofrece a los
usuarios la oportunidad de reducir la desigualdad en seis áreas claves, desde
el género a la felicidad. Esto se puede realizar desde una aplicación de
smartphone que permite acumular puntos, llamados “smileys” realizando
una variedad de trabajos voluntarios, desde donar libros al acompañamiento de
jóvenes.
Este tipo de ludificación promete soluciones más
rápidas y eficientes frente a la desigualdad, que aquellas que ofrecen los
gobiernos, a través de la “canalización de la agencia del usuario”.
¿Desigualdad? ¡Existe una aplicación para ello!
La tecnofobia parece ser la única respuesta desde
la izquierda. Frente a cada injusticia, se nos presenta una solución
tecnológica supuestamente neutral en términos políticos, que promete solucionar
los problemas de los desposeídos sin perturbar en ningún caso los privilegios
de los poderosos. En tal clima de despolitización, no es de sorprender que
algunos radicales se hayan vuelto desconfiados de la tecnología, al ver las
relaciones de dominación imbuidas en las propias fuerzas productivas.
Tal actitud, aunque justificada, hace un flaco
favor al legado de las reflexiones socialistas en torno a la tecnología. Desde
el inicio de los modernos movimientos de trabajadores, las preocupaciones sobre
el papel del progreso tecnológico en los intentos para confrontar la cuestión
social, han sido centrales a la teoría socialista.
Si examinamos algunas de las posiciones que
dieron forma el pensamiento socialista sobre al tecnología, podemos utilizar
estas para reconstruir el rol de la tecnología dirigido a aquellos que no se
resignan a dejar en manos de animadores y disruptores lo que Brecht denominó
como “las nuevas cosas malas”.
Marx y el hechizo del mago
El progreso tecnológico estuvo en el corazón de
las reflexiones de Marx sobre la sociedad capitalista y los problemas que
enfrentaba la transformación socialista. A diferencia de los socialistas
utópicos que le precedieron, Marx fue insistente sobre el hecho que el suyo era
un socialismo científico, vinculado con los últimos desarrollos del
conocimiento humano.
De hecho, tal posición menoscabó drásticamente el
hecho de que pensadores como Robert Owen y Charles Fourier fueran en sí mismos
hijos de la Ilustración, comprometidos con el autogobierno racional de la
humanidad. Sin embargo seguía siendo un potente acto retórico el marcar una
línea divisoria entre el socialismo científico y el utópico.
Pero el compromiso de Marx con la ciencia y la
tecnología fue más profundo que una competición por la hegemonía en el
movimiento socialista. Fue el primero en resaltar de dónde surgía el increíble
dinamismo tecnológico del capitalismo. Mientras que economistas burgueses, como
Adam Smith, percibían la división del trabajo y el desarrollo del mercado como
una fuente inevitable de progreso tecnológico, Marx resaltaba las divisorias de
clase que subyacían a este proceso.
Y lo que es aún más importante, reconoció la
productividad tecnológica del capitalismo como una de sus virtudes principales.
Sin la creación de plusvalía capitalista, el igualitarismo simplemente
significaba la generalización del deseo. En el Manifiesto Comunista,
Marx fue incluso más enfático en sus afirmaciones: “La burguesía, desde su
advenimiento, apenas hace un siglo, ha creado fuerzas productivas más variadas
y colosales que todas las generaciones pasadas tomadas en conjunto.”
Sin atisbo de duda, Marx no fue un tecnófobo.
Además, siguiendo de cerca esta cita, le acompaña unas de las máximas más
famosas de todos sus escritos. Haciendo referencia a Goethe, describe al
capital como el “mago que no sabe dominar las potencias infernales que ha
evocado.”
Tal y como afirma S. S. Prawer en Karl Marx and World Literature, la alusión de
Marx contiene una modificación sustancial al original de Goethe. A fin de cuentas,
en Goethe es el aprendiz de mago el que pierde el control y no el mago mismo,
tal y como menciona Marx. No habrá adulto responsable alguno que venga a
limpiar el desbarajuste dejado por el capital. Para Marx, la productividad y la
anarquía del capitalismo estaban unidas en esencia.
La crítica de Marx a la destructividad del
capital en el Manifiesto está en sintonía con la concepción del
socialismo científico. Como buen radical de la Ilustración, utilizó los valores
racionalistas contra el sistema mismo que los ejemplificaba. Donde ideólogos,
que abarcan desde Smith a Bentham, aseguraban que el capitalismo llevaba
imbuido en su seno la racionalidad que daba rienda suelta a las capacidades
humanas para innovar, Marx percibió que estas afirmaciones enmascaraban una
irracionalidad fundamental en el corazón del sistema.
En el capitalismo, se observan crisis que “en
cualquier otra época hubiera parecido una paradoja – la epidemia de la
superproducción”. El sistema genera cada vez mayores niveles de
productividad a partir del trabajo humano, mientras ubica esta incluso más
lejos del control humano. Marx, para el cual el poder consciente sobre el
destino propio suponía un bien supremo, vio en esta contradicción la clave del
declive del capitalismo.
Mientras que se centró en las irracionalidades
sistémicas del capital, Marx estuvo también muy atento al carácter de clase de
las injusticias tecnológicas. Bajo el capitalismo, el trabajador está “diariamente
esclavizado por la máquina,” de la cual deviene un “mero apéndice,”
prescindible y explotado. El carácter de clase del progreso tecnológico
recibiría incluso mayor atención en Grundrisse y El Capital,
donde Marx explora en detalle las consecuencias de la mecanización y las luchas
de clase a las que dio pie.
El legado de Marx sobre la tecnología es por
tanto complicado, constituido por dos series de contradicciones. Primero,
debido a su dinamismo tecnológico, percibió en el capital tanto la condena como
la salvación de la humanidad. Renunciando a tener que decidirse entre aceptar o
rechazar simplemente el carácter del progreso tecnológico bajo el capitalismo,
Marx optó por diseccionarlo, identificando sus fuerzas motrices y su ubicación
potencial en el proceso de transformación social. Segundo, Marx prestó atención
a las formas sociales extendidas de irracionalidad desatadas por la
productividad capitalista, como por ejemplo las crisis económicas y formas
específicas de dominación de clase, como el impacto de la mecanización sobre
los trabajadores.
En efecto, Marx esculpió un novedoso espacio para
debates sobre la tecnología que le sobrevivirían por más de un siglo. La
generación de socialistas que le sucedió erró de manera considerable a la hora
de mantener este espacio, situándose por el contrario en uno u otro lado de las
contradicciones que Marx trató de superar.
Socialistas en la Era de Taylor
Los socialistas que confrontaron la Primera
Guerra Mundial y los horrores que la acompañaron, vivieron una realidad muy
diferente a la que Marx dejó en 1883. En las décadas intermedias, la ciencia
hubo de progresar con gran celeridad, como se evidenció con el gas mostaza y la
metralleta. Más aún, el carácter de clase de tales cambios se tornó cada vez
más obvio, a medida que el taylorismo (ideado por W. F. Taylor, método de
organización del trabajo para incrementar la productividad –ndr) y la
organización científica del trabajo trató de someter a los obreros de las
fábricas a los mismos principios que a sus propias máquinas.
El auge de estos nuevos tipos de conocimiento
científico supuso una ocasión para la apertura del debate en el seno del
movimiento socialista. Las posiciones oscilaban entre un rechazo rotundo y la
más exultante aceptación de las nuevas tecnologías encaminadas a la eficiencia.
No obstante, a lo largo y ancho de este espectro los socialistas no
consiguieron asir los avances teóricos y políticos de Marx, cayendo en
posiciones sesgadas que no les permitió confrontar aspectos cruciales de su
coyuntura.
Los Trabajadores Industriales del Mundo (IWW, en
inglés) fueron el ejemplo más claro del repudio del socialismo de la Primera
Guerra Mundial. Ensalzados desde la izquierda por su militancia, el IWW ganó un
notable crédito como defensor del sabotaje. Big Bill Haywood declaró en la
Copper Union, “no conozco ninguna acción que os aporte mayor satisfacción a
vosotros, así como mayor rabia al patrón, que un pequeño sabotaje en el lugar
preciso y en el momento oportuno. Descubrirlo por vosotros mismos. No os hará
daño y escarmentará al patrón.” Por esto, Haywood y otros izquierdistas
fueron expulsados del Partido Socialista de América (SPA, en inglés) y tuvieron
que crear los Wobblies sin el respaldo de una organización de mayor
envergadura. A pesar de esto, lejos de retractarse, el IWW siguió defendiendo
el sabotaje elevándolo a un principio que apoyaba acciones más allá de la
disrupción de las máquinas.
Durante la notablemente amarga huelga de
Patterson en 1912, dirigida por los Wobblies, los daños materiales en la planta
únicamente ascendieron a 25 dólares. Para el IWW, el sabotaje implicaba la
renuncia consciente a cualquier tipo de eficiencia, por los medios que fuesen
necesarios. El sabotaje era simplemente la reivindicación de que los
trabajadores mismos tenían el derecho de determinar el ritmo y nivel de esfuerzo
al que debían someterse.
En el contexto del taylorismo y de la
organización científica del trabajo, esto no era otra cosa que una declaración
de guerra contra los patrones, y los Wobblies lo sabían. Buena parte de su
lucha era conscientemente dirigida contra los “hombres de la eficiencia”, que
intentaban enérgicamente eliminar el último resquicio de control que los
obreros mantenían en sus puestos de trabajo. El IWW reconoció que la
organización científica del trabajo, que incluía todo desde el tiempo y el
estudio de los ritmos hasta la introducción de la línea de ensamblaje,
representaban un desastre para la clase trabajadora, y la combatieron en
consecuencia.
William English Walling, un militante del Partido
Socialista y defensor de los Wobblies, argumentó que “a medida que los
métodos de organización científica para incrementar la eficiencia eran
aplicados a la industria, una de las mejores – y más comunes – armas en manos
de los trabajadores es el desarrollo científico de métodos que interfieran con
la eficiencia.” Para los Wobblies, el objetivo era tirar una llave inglesa
en los engranajes del progreso, de manera literal si fuese necesario.
La lucha de los Wobblies contra la taylorización
estuvo, por supuesto, completamente justificada. No obstante, en su firme
rechazo del cambio tecnológico, socavaron elementos de tal lucha. En este caso,
como en tantos otros, el IWW estaba más preocupado en destruir el orden vigente
que en construir uno nuevo.
Su ultra-izquierdismo, puesto de manifiesto por
su desinterés en firmar ningún tipo de contrato con los patrones, les impidió
llevar a cabo – cuando se requiriese – algún tipo de retirada táctica. Esta es
siempre una maniobra importante para los trabajadores que están generalmente
superados por el capital, pero particularmente crucial en la lucha para
revertir la eficiencia.
Al fin y al cabo, si los trabajadores triunfaban
en esta reversión, sus patrones simplemente serían sustituidos por compañías
más capaces de dominar de manera efectiva a sus trabajadores. En tales
situaciones, la habilidad para negociar una retirada temporal que preserva el
poder de clase es crucial, y el descuido de los Wobblies hacia el impulso del
legado pro-tecnología socialista les impidió tal encomienda. En este caso, así
como en otros intentos del IWW, el simple rechazo a las demandas del capital se
evidenció como insuficiente para superarlas.
En la Rusia soviética …
Los primeros días de la Unión Soviética
atestiguaron un debate muy estimulante sobre los principios de la organización
científica. Antes de la revolución, Vladirmir Lenin había expresado una
posición ambivalente con respecto al taylorismo. En un artículo de 1914
titulado “El taylorismo es la Esclavización del Hombre por la Máquina”censuró
la barbarie del sistema mientras ponderaba las implicaciones que tenía para la
construcción del socialismo.
Lenin fue tajante en relación al contenido de
clase del Taylorismo. En un artículo al respecto, declaró que “los avances
en las esferas de la tecnología y la ciencia en la sociedad capitalista no son
más que avances en la extorsión del sudor.” En su artículo “El Taylorismo,”
resaltó que los avances en eficiencia que la organización científica introdujo
nunca fueron en beneficio de los trabajadores, por el contrario sólo trajo
consigo sobrecarga de trabajo y desempleo.
Pero lo que llamaba la atención de Lenin sobre el
taylorismo era tanto la productividad que prometía como los residuos que
generaba. Destacó con decepción la intención de “limitar la distribución
racional, sensata, del trabajo dentro de la fábrica,” mientras que la
economía en su conjunto estaba dominada por la anarquía del mercado.
Lenin anhelaba el día en que los trabajadores
controlasen la economía, y reiterasen firmemente que “sabrán aplicar estos
principios de distribución sensata del trabajo social cuando éste se vea libre
de la esclavización por el capital.” Para Lenin, el taylorismo era
barbarismo en su forma actual, pero podría fácilmente ser reorganizada por los
trabajadores en una sociedad capitalista.
Tras la Revolución de Octubre, los bolcheviques
pusieron estas ideas a trabajar. En un país devastado primero por la guerra
imperialista y después por las guerras civiles, la cuestión de la productividad
del trabajo era mucho más urgente que en las indagaciones de preguerra de
Lenin. En el taylorismo, Lenin y otros destacados bolcheviques vieron una
solución posible frente al problema de la escasez. Contrataron expertos
eficientes de los EE UU y lo pusieron en marcha transformando el trabajo
soviético.
La discusión del taylorismo en el partido
bolchevique pronto desplegó un debate con dos posiciones principales. La
primera, agrupada en torno a Alexei Gastev, era entusiasta en relación a los
estudios sobre tiempo potencial y el movimiento relativo a los trabajadores
rusos y fraguó la organización de laboratorios para dirigir estos estudios. Un
segundo grupo, comprometido aún con la eficiencia de la producción pero menos
entusiastas con las pretensiones científicas del taylorismo, crearían una
organización denominada Liga Vremya – La Liga del Tiempo. Estos dos grupos
confrontarían sus posiciones a lo largo y ancho de la Unión Soviética en sus
primeros años.
Gastev mantuvo que las técnicas de la
organización científica tenían mucho que ofrecer a los trabajadores rusos. Más
allá de incrementar el nivel de vida, la reorganización científica de la
fábrica iba objetivamente en beneficio de los trabajadores. Enfrentados a la
elección entre una fábrica caótica y una organizada de manera eficiente, Gastev
no dudaba sobre cual preferirían los trabajadores. La agitación y propaganda en
favor del taylorismo soviético pudo llevarse a cabo en gran medida por medio
del efecto demostrativo.
Sus oponentes, por el contrario, fueron mucho más
escépticos sobre lo que el taylorismo podía ofrecer a la construcción
socialista. En vez de remoldear la acción de los trabajadores en términos de
eficiencia, hicieron hincapié en los trabajos automatizados indeseados. La Liga
Vremya rechazó lo que percibieron como escaso compromiso del taylorismo con la
eficiencia. Más que simplemente reorganizar los lugares de trabajo, demandaban,
por parte del Partido Comunista, una reorganización de la sociedad en su
conjunto acorde a enfoques más eficientes.
Propuestas en este sentido incluían reemplazar el
lenguaje impreciso como “quizás” o “en cualquier caso” por “un cálculo preciso”
o “un plan bien pensado”, y dar pasos para limitar la duración de los discursos
en los mítines. La Liga Vremya buscó extender la pasión por la eficiencia a
toda la clase trabajadora rusa a través de la agitación y la propaganda.
Percibieron el laboratorio de Gastev como reducto de la “barbarie
cronométrica”.
Al final, el taylorismo no fue implementado de
manera sistemática en la Rusia revolucionaria, aunque esto se debiese menos a
la oposición organizada y más al caos y las privaciones de una sociedad
post-revolucionaria. Más adelante, en la URSS de Stalin, los funcionarios del
estado soviético avanzaron considerablemente en el incremento de la
productividad laboral. No obstante, estos esfuerzos no se apoyaban tanto en el
rediseño taylorista sino más bien en una exhortación moral. El movimiento estajanovista,
que pretendió convencer a los trabajadores para seguir el ejemplo de un minero
del carbón que había alcanzado récords de producción, era representativo de
esta tendencia.
Sin embargo, el debate sobre el taylorismo en el
joven Estado soviético muestra la dominación de las preocupaciones por la
eficiencia en las discusiones soviéticas sobre la organización científica. La
desesperación y fragilidad de la sociedad soviética sin duda contribuyó a ese
interés, pero tal y como muestran los escritos de preguerra de Lenin, la
fascinación por las potencialidades del taylorismo se introdujo con profundidad
en el pensamiento soviético.
Mientras que se prestaba atención tanto a las
irracionalidades sistémicas del capitalismo como a la necesidad de progreso
tecnológico para una reorganización socialista de la sociedad, los escritores
soviéticos obviaron el carácter de clase del taylorismo.
El romance fordista de Gramsci
El apoyo socialista más entusiasta al taylorismo
durante la Primera Guerra Mundial no vino por parte de la dirección soviética,
sino que se produjo desde una celda. Antonio Gramsci, escribiendo desde una
prisión fascista, fue vivaz en relación a las perspectivas de transformación
social de lo que se llamó fordismo (modo de producción en cadena originario de
la empresa automovilística de H. Ford -ndr).
Preocupado, como siempre, con el atraso relativo
de Italia, Gramsci percibió el fordismo como una amenaza para las clases
retrogradas y parasitarias de la sociedad italiana. El fordismo representaba
los impulsos más modernizadores en la sociedad italiana. De hecho, Gramsci
pensó que el fordismo suponía tal avance que dudó de la posibilidad de
imponerlo en su totalidad bajo el capitalismo y que, quizás, sólo el socialismo
podría consumar este desarrollo.
Gramsci creyó que el fordismo requería de la transformación
de la clase trabajadora para adaptarla a los nuevos métodos de producción
industrial. Mantuvo que la industria moderna requería de “una rígida
disciplina de los instintos sexuales (del sistema nervioso), es decir, una
consolidación de la ‘familia’ … de la reglamentación y estabilidad de las
relaciones sexuales.”
Para ser claros, Gramsci pensó que esta represión
de los instintos sexuales – lo que denominaba en otros casos como lucha “contra
el elemento de animalidad del hombre” – era un aspecto positivo. La clase
trabajadora estaba amenazada y repugnada por el “libertinismo” de las clases
medias, las cuales no podían amoldarse a los requerimientos de la sociedad
industrial.
La prohibición en los EEUU fue un aspecto de la
creación del nuevo hombre industrial y Gramsci mantuvo, inverosímilmente, que
la clase trabajadora estadounidense apoyaba la prohibición pero que esta era
socavada por contrabandistas de las clases medias.
Esto no significa que Gramsci no fuese crítico
con el fordismo. Pero este criticismo derivó casi en su totalidad de la
implementación del sistema en una sociedad de clases. En el capitalismo, el
reformateo del hombre industrial que requería de técnicas modernas de
producción sólo podía triunfar parcialmente, visto que sería siempre impuesto
sobre los trabajadores a través de la coerción desde fuera. Gramsci argumentaba
que el fordismo sólo se podría completar cuando la clase trabajadora tomase el
poder, y eligiese conscientemente adaptarse a los requisitos fordistas.
En Gramsci, su inquietud por la eficiencia
terminó por dominar sus concepciones del cambio social. En vez de la tecnología
facilitando el socialismo, la transformación socialista se convirtió en un mero
medio para desencadenar las fuerzas productivas. Por supuesto, siempre existió
esta cuestión en Marx. Pero en el panegírico de Gramsci al hombre industrial y
a la disciplina sexual, esta cuestión ocupa la centralidad de la promesa
socialista.
Gramsci y otros socialistas durante el comienzo
del siglo XX se mostraron incapaces de mantener los matices de Marx frente al
dinamismo tecnológico del capitalismo. No deberíamos ser muy severos a la hora
de juzgarles. Desde los retos de la construcción socialista a la realidad de
una cárcel fascista, estos revolucionarios se vieron enfrentados con las
contradicciones sociales de la ciencia y la tecnología de manera mucho más
cruda que Marx. Pero necesitamos reconocer dónde fallaron para poder mejorar en
el futuro.
La nueva izquierda y las máquinas
La nueva izquierda de los sesenta y setenta,
mientras que nunca lideró luchas de la magnitud de las de Lenin y Gramsci, hizo
un buen trabajo por el contrario ajustándose al complejo análisis de Marx sobre
las dinámicas tecnológicas del capitalismo. Existen dos líneas analíticas en
particular que son útiles para radicales que cuestionen la tecnología hoy en
día: el libro de Harry Braverman Labor and
Monopoly Capital y los esfuerzos de agitación del socialista
británico Chris Harman en torno a la informatización.
Braverman fue un trostkista americano que, tras
una larga temporada como trabajador del metal, terminó como director de Monthly
Review Press, brazo editorial de la venerable revista socialista. Durante
este tiempo, escribió Labor and Monopoly Capital que se basó en su
propia experiencia obrera y en un estudio extendido sobre la teoría de la
organización, desde Frederick Winslow Taylor hasta Peter F. Drucker.
Braverman concluyó que el taylorismo era el
núcleo de la práctica moderna de organización del trabajo. Pero a lo que se
refería por taylorismo era considerablemente diferente a lo que la mayor parte
de la gente asociaba al mismo. En la cultura popular, así como en la izquierda,
lo que sorprendía más del taylorismo era su obsesión por las buenas prácticas y
la eficiencia. El cronómetro simbolizaba esta versión del taylorismo: una
práctica para remoldear el proceso industrial con vistas a su eficiencia.
Braverman argumentó que esta perspectiva obviaba
el carácter de clase del taylorismo, que era, en sí, esencial para entender en
conjunto su desempeño. El taylorismo, sostenía, no era una práctica abstracta
para mejorar la eficiencia del trabajo, sino más bien la práctica de gestión
del trabajo asalariado en una sociedad capitalista.
Repasando el extenso trabajo de Taylor, Braverman
concluyó que el taylorismo podía reducirse a tres principios esenciales.
En primer lugar, la disociación del trabajo, como
proceso, de las habilidades de los trabajadores. Esto significaba el rediseño
del proceso de trabajo para que no dependiese de las habilidades que los
trabajadores traían consigo. Mucha de la producción industrial de fines del
siglo XIX dependía de trabajadores cualificados, cuyo conocimiento del proceso
de producción excedía a menudo al de sus patrones; Taylor percibió que esto
entregaba una enorme ventaja con respecto a sus patrones en la lucha sobre el
ritmo del trabajo. No era únicamente que los capitalistas no pudiese legislar
sobre técnicas de las que eran ignorantes, sino que además no estaban en
condiciones de cerciorar cuándo los trabajadores les indicaban que simplemente
el proceso no podía funcionar más rápido. El trabajo tenía que ser rediseñado
para que los patrones no dependiesen del conocimiento que sus trabajadores
tenían sobre el proceso de producción.
La situación debía revertirse. Braverman denominó
este segundo principio como la separación entre concepción y ejecución.
Anteriormente, los trabajadores habían diseñado ellos mismos buena parte del
proceso, decidiendo cuándo y cómo de rápido emprender las diversas tareas.
Taylor argumentó que esto también debilitaba a los patrones en relación a sus
trabajadores. El proceso de trabajo no podría nunca racionalizarse mientras los
trabajadores estuviesen en control de su diseño. Los trabajadores nunca irían a
diseñar un proceso para siete trabajadores pudiendo tener uno que incluyese a
ocho. Este tipo de cambio es lo que la gestión, obviamente, siempre busca. Para
conseguirlo, la planificación dentro de la empresa debía de separarse de la
ejecución.
Esta separación permitió el tercero y último
principio de la organización científica – la utilización por parte de la
dirección del monopolio del conocimiento y el control sobre la producción para
rediseñar hasta el último elemento del proceso de trabajo. Una vez separada la
producción de las aptitudes, y la concepción de la ejecución, estaría en
posición de probar cada paso del proceso de producción, empujándolo hasta el
límite; al igual que con sus trabajadores.
La descualificación de la mano de obra que este
proceso producía, irremediablemente, supuso una bendición para los patrones en
el marco de la lucha de clases, puesto que facilitaba enormemente el uso de
esquiroles. Era mucho más fácil encontrar a esquiroles capaces de apretar
botones en una línea de ensamblaje que encontrar a trabajadores altamente
cualificados como los de finales del siglo XIX.
Con estos tres principios, Braverman recuperó el
énfasis de Marx en las implicaciones de clase de la tecnología en la sociedad
capitalista. La organización científica no era una técnica neutral para mejorar
la eficiencia, sino un esquema para controlar la mano de obra en su lucha con
el capital. La no constatación de esta cuestión por parte de Lenin y Gramsci en
sus discusiones sobre el taylorismo y el fordismo parece evidente, con la
implicación de alcanzar conclusiones sesgadas sobre la eventual aplicación de
las técnicas tayloristas en la sociedad post-capitalista.
Braverman ha sido a menudo acusado, injustamente,
de obviar la agencia del trabajador en sus análisis. Esto no alcanza a entender
su posición, que asume que los trabajadores resistirán las imposiciones del
capital sobre ellos, y que indaga como éste trata de quebrar la resistencia de
aquellos. No obstante, también es cierto que no aborda cuestiones de agitación
en el libro.
Estas preocupaciones se desarrollaron casi
simultáneamente con la publicación de Labor and Monopoly Capital
al otro lado del Atlántico. En 1979, la clase trabajadora británica sufría
claramente el principio de un período de derrotas. La ola de luchas que había
conseguido en 1974 tumbar un gobierno conservador se desvaneció rápido, y
Margaret Thatcher se encontraba a punto de pasar a su ofensiva de clase.
Como era de esperar, cuando los patrones miraron
a los años de lucha que acababan de experimentar, optaron por la mecanización y
la informatización. Una manera de lidiar con la volatilidad de la factura de
los salarios era desplazar la inversión de los trabajadores a las máquinas.
Esto coincidió en el tiempo con el desarrollo de tecnología computarizada capaz
de ser implementada de manera beneficiosa en un contexto de oficinas. Como tal,
buena parte del debate se centró sobre el desplazamiento de trabajadores de
cuello blanco en el Reino Unido, que en aquella época eran mayormente
sindicalistas.
Este fue el contexto en el que posteriormente, el
socialista británico Chris Harman escribió un panfleto titulado Is
a Machine After Your Job? Harman fue un líder del Socialist Workers
Party, que posteriormente estuvo ligado al movimiento obrero debido a su
actividad como delegado sindical.
Para los socialistas en EEUU hoy en día, los
grupos radicales están casi por defecto aislados de la clase trabajadora;
aunque en el Reino Unido de la década de 1970, las agendas de las
organizaciones socialistas eran puestas en práctica por cuadros y simpatizantes
en los centros de trabajo de todo el país. El panfleto de Harman fue un intento
de aportar una orientación estratégica para militantes obreros en un período de
retrocesos.
Para lo que nos incumbe, el aspecto más
importante de este panfleto aborda el “luchar para qué.” Para Harman, la
cuestión crucial era la de preservar el control obrero dentro de los lugares de
trabajo. Tal y como señala: “lo que estamos poniendo en duda no es la
tecnología, sino el control sobre la tecnología por una gerencia entregada a la
generación de beneficios.”
La estrategia que delineó estaba mucho más
matizada que la del IWW. En vez de oponerse a cada uno de los intentos de
introducir paulatinamente la mecanización en los lugares de trabajo, animaba a
los trabajadores a exigir una serie de condiciones a los intentos
racionalizadores de la gerencia, todas ellas encaminadas a salvaguardar el
poder obrero. Entre estas condiciones se incluye:
- no al uso de la tecnología para evaluar a velocidad o precisión de trabajadores individuales,
- implicación en las conversaciones a todos aquellos trabajadores que se vean, directa o indirectamente, afectados por el cambio tecnológico,
- rechazo de la victimización de los trabajadores con dificultades para adaptarse a la nuevas tecnologías,
- no a la aceleración por motivos de desgaste y abandono natural,
- garantías escritas por parte de la dirección que cercioren la no introducción de nueva tecnología sin el consentimiento previo por parte de los trabajadores sindicados.
Todo esto trazó una estrategia para que la mano
de obra aceptase el cambio tecnológico en los lugares de trabajo, manteniéndose
sin embargo firmemente comprometida a canalizar estos cambios en direcciones
que no fuesen dañinas para el poder obrero en las plantas de producción.
Harman tenía especial interés en diferenciar su
propuesta estratégica de aquella, defendida por las direcciones sindicales, que
simplemente demandaba garantías contra los despidos. Esta estrategia, no
obstante, conllevó una disolución gradual del poder sindical.
Cualquier negocio experimenta un grado de
rotación de la fuerza de trabajo en un año dado y, simplemente, con no
reemplazar a aquellos trabajadores que renunciaban voluntariamente, los
patrones podían imponer una mayor carga de trabajo sin nuevos despidos. Las
estrategias sindicales que sólo buscaban mantener puestos de trabajo y
salarios, sin proceder a cuestionar el poder de los gestores, daban vía libre a
los patrones para acometer sus objetivos a través de una deriva paulatina en
vez de una restructuración activa.
Para Harman, el objetivo ideal de cualquier
movilización sindical en torno a la cuestión tecnológica no era un acuerdo en
torno a cuestiones puntuales, sino un posicionamiento de los trabajadores para
hacerse fuertes de cara a consiguientes confrontaciones. Al igual que el
análisis de Braverman, esta perspectiva se dirigía a una comprensión más
profunda que la que Lenin y Gramsci delinearon, sobre los motivos que
impulsaban al capital a introducir la tecnología.
Al mismo tiempo, su enfoque para forjar acuerdos
con los patrones – y su gestión – para racionalizar los avances, condicionando
estos a la preservación del poder de clase obrero, ofrecía mucho más en
términos estratégicos, que un rechazo frontal al cambio tecnológico en los
centros de trabajo.
Desconectando al Capital
Para aquellos radicales que confrontan la
tecnología capitalista – y a sus ideólogos – hoy en día, Braverman y Harman
tienen mucho que aportar. En vez de interpretar la dominación como imbuida en
formas tecnológicas, tal y como algunos radicales pretenden hoy en día,
Braverman y Harman desarrollaron enfoques relativos a la tecnología en función
del contexto de clase en el cual ésta es implementada.
Controlada por capitalistas, los avances
tecnológicos son – como Lenin indicó – avances en la extorsión del sudor. Pero
esto difícilmente aborda las posibilidades que los avances tecnológicos, tal y
como Lenin y Marx resaltaron, pueden ofrecer a la emancipación del trabajo,
aunque hoy en día estos cumplan lo contrario.
Su análisis sugiere algunos puntos de orientación
de cara a las luchas en torno a la tecnología hoy en día. Por encima de todo,
la cuestión de preservar y ampliar el poder obrero dentro de los lugares de
trabajo debe adquirir una centralidad en las luchas.
De manera crucial, esto sugiere que enfoques
relativos a la tecnología que se centran principalmente en cuestiones
distributivas, no son suficientes. Garantías de empleo o incluso de salarios,
son simplemente insuficientes en el contexto de cambio tecnológico. El poder de
clase de los patrones es tal que acuerdos como estos pueden ser fácilmente
compatibles con la destrucción del poder de clase obrero en las plantas de
producción. El capital se encuentra a menudo cómodo preservando las condiciones
favorables de las generaciones actuales de trabajadores, mientras se cercioran
de que las siguientes nunca tendrán acceso a estas.
Esta perspectiva es especialmente importante en
la actualidad, visto que el proceso de reconstrucción del poder de clase obrero
en el mundo capitalista será sin duda largo. Los capitalistas seguirán
introduciendo nuevas tecnologías que deteriorarán incluso más las condiciones
de trabajo. Y previsiblemente de cara al futuro, el reino tecnocrático de los
expertos y el de los saboteadores del status-quo seguirán persistiendo, con
todo el elenco de ideologías patológicas que arrastran consigo.
La teorización de Marx de las múltiples facetas de la tecnología bajo el capitalismo será crucial para entender tales procesos. Aunque un cambio real de la situación requerirá de formulaciones estratégicas para organizar a los trabajadores en esta lucha.
04/06/2015
* Paul Heideman es doctor en Estudios
Americanos en la Rutgers University-Newark.
Traducción: Iván Molina Allende
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