lunes, 22 de junio de 2015

TECNOLOGÍA Y ESTRATEGIA SOCIALISTA



Paul Heideman
Viernes 19 de junio de 2015

Con potentes movimientos de clase tras de sí, la tecnología puede garantizar la emancipación con respecto al trabajo, y no más miseria.

Cualquier cosa, excepto el capital.” Para los economistas convencionales, esta es la norma no escrita en las principales discusiones sobre desigualdad. Desde la respuesta petulante de Greg Mankiw al movimiento Occupy, hasta el argumento de Tyler Cowen de que la tecnología ha propiciado la obsolescencia de la clase media; todos aquellos responsables de desgranar para la población estadounidense el funcionamiento de la economía, pretenden exonerar a los ricos.

El argumento de Cowen, en particular, desarrolla una cuestión que se ha tornado cada vez más prominente en el debate sobre la desigualdad. Al ser confrontado con evidencias irrefutables del crecimiento del 1%, muchos economistas se refugian en la idea de “cambio tecnológico sesgado en base a competencia.” Aseguran que el progreso tecnológico ha eliminado la demanda de habilidades de la mayoría de la población trabajadora, premiando al mismo tiempo aquellas personas que poseen talentos que se ajustan a la nueva economía.

En un período diferente, este argumento hubiese sido difícil de sostener. La idea de que el progreso tecnológico asignaría los bienes a todos los sectores de la sociedad, ha constituido siempre una pieza fundamental de la ideología americana.

En la actualidad, no obstante, con movimientos contestatarios en retirada, únicamente permanece la inevitabilidad del progreso tecnológico. Donde el desarrollo tecnológico mantuvo una vez la promesa de pulir los ásperos contrastes de la sociedad estadounidense, este se presenta ahora como la respuesta a estos contrastes, y como justificación de la permanencia de los mismos.

Algunas personas, no obstante, no están dispuestas a renunciar al potencial utópico de la tecnología. Una organización como el Institute of Customer Experience (Instituto de la Experiencia de los Clientes) – subsidiaria de la Human Factors International, Inc. – presentaron un atrevido plan (por supuesto en Indiegogo) para atajar frontalmente el azote de la desigualdad. La idea fue una aplicación de móvil llamada Equalize.

En el corto vídeo que acompañaba a su lanzamiento, la Directora Ejecutiva de ICE, Apala Lahiri Chavan (que se presenta bajo el perfil de “FuturistApala” en Twitter) ofrece a los usuarios la oportunidad de reducir la desigualdad en seis áreas claves, desde el género a la felicidad. Esto se puede realizar desde una aplicación de smartphone que permite acumular puntos, llamados “smileys” realizando una variedad de trabajos voluntarios, desde donar libros al acompañamiento de jóvenes.

Este tipo de ludificación promete soluciones más rápidas y eficientes frente a la desigualdad, que aquellas que ofrecen los gobiernos, a través de la “canalización de la agencia del usuario”. ¿Desigualdad? ¡Existe una aplicación para ello!

La tecnofobia parece ser la única respuesta desde la izquierda. Frente a cada injusticia, se nos presenta una solución tecnológica supuestamente neutral en términos políticos, que promete solucionar los problemas de los desposeídos sin perturbar en ningún caso los privilegios de los poderosos. En tal clima de despolitización, no es de sorprender que algunos radicales se hayan vuelto desconfiados de la tecnología, al ver las relaciones de dominación imbuidas en las propias fuerzas productivas.

Tal actitud, aunque justificada, hace un flaco favor al legado de las reflexiones socialistas en torno a la tecnología. Desde el inicio de los modernos movimientos de trabajadores, las preocupaciones sobre el papel del progreso tecnológico en los intentos para confrontar la cuestión social, han sido centrales a la teoría socialista.

Si examinamos algunas de las posiciones que dieron forma el pensamiento socialista sobre al tecnología, podemos utilizar estas para reconstruir el rol de la tecnología dirigido a aquellos que no se resignan a dejar en manos de animadores y disruptores lo que Brecht denominó como “las nuevas cosas malas”.

Marx y el hechizo del mago

El progreso tecnológico estuvo en el corazón de las reflexiones de Marx sobre la sociedad capitalista y los problemas que enfrentaba la transformación socialista. A diferencia de los socialistas utópicos que le precedieron, Marx fue insistente sobre el hecho que el suyo era un socialismo científico, vinculado con los últimos desarrollos del conocimiento humano.

De hecho, tal posición menoscabó drásticamente el hecho de que pensadores como Robert Owen y Charles Fourier fueran en sí mismos hijos de la Ilustración, comprometidos con el autogobierno racional de la humanidad. Sin embargo seguía siendo un potente acto retórico el marcar una línea divisoria entre el socialismo científico y el utópico.

Pero el compromiso de Marx con la ciencia y la tecnología fue más profundo que una competición por la hegemonía en el movimiento socialista. Fue el primero en resaltar de dónde surgía el increíble dinamismo tecnológico del capitalismo. Mientras que economistas burgueses, como Adam Smith, percibían la división del trabajo y el desarrollo del mercado como una fuente inevitable de progreso tecnológico, Marx resaltaba las divisorias de clase que subyacían a este proceso.

Y lo que es aún más importante, reconoció la productividad tecnológica del capitalismo como una de sus virtudes principales. Sin la creación de plusvalía capitalista, el igualitarismo simplemente significaba la generalización del deseo. En el Manifiesto Comunista, Marx fue incluso más enfático en sus afirmaciones: “La burguesía, desde su advenimiento, apenas hace un siglo, ha creado fuerzas productivas más variadas y colosales que todas las generaciones pasadas tomadas en conjunto.”

Sin atisbo de duda, Marx no fue un tecnófobo. Además, siguiendo de cerca esta cita, le acompaña unas de las máximas más famosas de todos sus escritos. Haciendo referencia a Goethe, describe al capital como el “mago que no sabe dominar las potencias infernales que ha evocado.”

Tal y como afirma S. S. Prawer en Karl Marx and World Literature, la alusión de Marx contiene una modificación sustancial al original de Goethe. A fin de cuentas, en Goethe es el aprendiz de mago el que pierde el control y no el mago mismo, tal y como menciona Marx. No habrá adulto responsable alguno que venga a limpiar el desbarajuste dejado por el capital. Para Marx, la productividad y la anarquía del capitalismo estaban unidas en esencia.

La crítica de Marx a la destructividad del capital en el Manifiesto está en sintonía con la concepción del socialismo científico. Como buen radical de la Ilustración, utilizó los valores racionalistas contra el sistema mismo que los ejemplificaba. Donde ideólogos, que abarcan desde Smith a Bentham, aseguraban que el capitalismo llevaba imbuido en su seno la racionalidad que daba rienda suelta a las capacidades humanas para innovar, Marx percibió que estas afirmaciones enmascaraban una irracionalidad fundamental en el corazón del sistema.

En el capitalismo, se observan crisis que “en cualquier otra época hubiera parecido una paradoja – la epidemia de la superproducción”. El sistema genera cada vez mayores niveles de productividad a partir del trabajo humano, mientras ubica esta incluso más lejos del control humano. Marx, para el cual el poder consciente sobre el destino propio suponía un bien supremo, vio en esta contradicción la clave del declive del capitalismo.

Mientras que se centró en las irracionalidades sistémicas del capital, Marx estuvo también muy atento al carácter de clase de las injusticias tecnológicas. Bajo el capitalismo, el trabajador está “diariamente esclavizado por la máquina,” de la cual deviene un “mero apéndice,” prescindible y explotado. El carácter de clase del progreso tecnológico recibiría incluso mayor atención en Grundrisse y El Capital, donde Marx explora en detalle las consecuencias de la mecanización y las luchas de clase a las que dio pie.

El legado de Marx sobre la tecnología es por tanto complicado, constituido por dos series de contradicciones. Primero, debido a su dinamismo tecnológico, percibió en el capital tanto la condena como la salvación de la humanidad. Renunciando a tener que decidirse entre aceptar o rechazar simplemente el carácter del progreso tecnológico bajo el capitalismo, Marx optó por diseccionarlo, identificando sus fuerzas motrices y su ubicación potencial en el proceso de transformación social. Segundo, Marx prestó atención a las formas sociales extendidas de irracionalidad desatadas por la productividad capitalista, como por ejemplo las crisis económicas y formas específicas de dominación de clase, como el impacto de la mecanización sobre los trabajadores.

En efecto, Marx esculpió un novedoso espacio para debates sobre la tecnología que le sobrevivirían por más de un siglo. La generación de socialistas que le sucedió erró de manera considerable a la hora de mantener este espacio, situándose por el contrario en uno u otro lado de las contradicciones que Marx trató de superar.

Socialistas en la Era de Taylor

Los socialistas que confrontaron la Primera Guerra Mundial y los horrores que la acompañaron, vivieron una realidad muy diferente a la que Marx dejó en 1883. En las décadas intermedias, la ciencia hubo de progresar con gran celeridad, como se evidenció con el gas mostaza y la metralleta. Más aún, el carácter de clase de tales cambios se tornó cada vez más obvio, a medida que el taylorismo (ideado por W. F. Taylor, método de organización del trabajo para incrementar la productividad –ndr) y la organización científica del trabajo trató de someter a los obreros de las fábricas a los mismos principios que a sus propias máquinas.

El auge de estos nuevos tipos de conocimiento científico supuso una ocasión para la apertura del debate en el seno del movimiento socialista. Las posiciones oscilaban entre un rechazo rotundo y la más exultante aceptación de las nuevas tecnologías encaminadas a la eficiencia. No obstante, a lo largo y ancho de este espectro los socialistas no consiguieron asir los avances teóricos y políticos de Marx, cayendo en posiciones sesgadas que no les permitió confrontar aspectos cruciales de su coyuntura.

Los Trabajadores Industriales del Mundo (IWW, en inglés) fueron el ejemplo más claro del repudio del socialismo de la Primera Guerra Mundial. Ensalzados desde la izquierda por su militancia, el IWW ganó un notable crédito como defensor del sabotaje. Big Bill Haywood declaró en la Copper Union, “no conozco ninguna acción que os aporte mayor satisfacción a vosotros, así como mayor rabia al patrón, que un pequeño sabotaje en el lugar preciso y en el momento oportuno. Descubrirlo por vosotros mismos. No os hará daño y escarmentará al patrón.” Por esto, Haywood y otros izquierdistas fueron expulsados del Partido Socialista de América (SPA, en inglés) y tuvieron que crear los Wobblies sin el respaldo de una organización de mayor envergadura. A pesar de esto, lejos de retractarse, el IWW siguió defendiendo el sabotaje elevándolo a un principio que apoyaba acciones más allá de la disrupción de las máquinas.

Durante la notablemente amarga huelga de Patterson en 1912, dirigida por los Wobblies, los daños materiales en la planta únicamente ascendieron a 25 dólares. Para el IWW, el sabotaje implicaba la renuncia consciente a cualquier tipo de eficiencia, por los medios que fuesen necesarios. El sabotaje era simplemente la reivindicación de que los trabajadores mismos tenían el derecho de determinar el ritmo y nivel de esfuerzo al que debían someterse.

En el contexto del taylorismo y de la organización científica del trabajo, esto no era otra cosa que una declaración de guerra contra los patrones, y los Wobblies lo sabían. Buena parte de su lucha era conscientemente dirigida contra los “hombres de la eficiencia”, que intentaban enérgicamente eliminar el último resquicio de control que los obreros mantenían en sus puestos de trabajo. El IWW reconoció que la organización científica del trabajo, que incluía todo desde el tiempo y el estudio de los ritmos hasta la introducción de la línea de ensamblaje, representaban un desastre para la clase trabajadora, y la combatieron en consecuencia.

William English Walling, un militante del Partido Socialista y defensor de los Wobblies, argumentó que “a medida que los métodos de organización científica para incrementar la eficiencia eran aplicados a la industria, una de las mejores – y más comunes – armas en manos de los trabajadores es el desarrollo científico de métodos que interfieran con la eficiencia.” Para los Wobblies, el objetivo era tirar una llave inglesa en los engranajes del progreso, de manera literal si fuese necesario.

La lucha de los Wobblies contra la taylorización estuvo, por supuesto, completamente justificada. No obstante, en su firme rechazo del cambio tecnológico, socavaron elementos de tal lucha. En este caso, como en tantos otros, el IWW estaba más preocupado en destruir el orden vigente que en construir uno nuevo.

Su ultra-izquierdismo, puesto de manifiesto por su desinterés en firmar ningún tipo de contrato con los patrones, les impidió llevar a cabo – cuando se requiriese – algún tipo de retirada táctica. Esta es siempre una maniobra importante para los trabajadores que están generalmente superados por el capital, pero particularmente crucial en la lucha para revertir la eficiencia.

Al fin y al cabo, si los trabajadores triunfaban en esta reversión, sus patrones simplemente serían sustituidos por compañías más capaces de dominar de manera efectiva a sus trabajadores. En tales situaciones, la habilidad para negociar una retirada temporal que preserva el poder de clase es crucial, y el descuido de los Wobblies hacia el impulso del legado pro-tecnología socialista les impidió tal encomienda. En este caso, así como en otros intentos del IWW, el simple rechazo a las demandas del capital se evidenció como insuficiente para superarlas.

En la Rusia soviética … 

Los primeros días de la Unión Soviética atestiguaron un debate muy estimulante sobre los principios de la organización científica. Antes de la revolución, Vladirmir Lenin había expresado una posición ambivalente con respecto al taylorismo. En un artículo de 1914 titulado “El taylorismo es la Esclavización del Hombre por la Máquina”censuró la barbarie del sistema mientras ponderaba las implicaciones que tenía para la construcción del socialismo.

Lenin fue tajante en relación al contenido de clase del Taylorismo. En un artículo al respecto, declaró que “los avances en las esferas de la tecnología y la ciencia en la sociedad capitalista no son más que avances en la extorsión del sudor.” En su artículo “El Taylorismo,” resaltó que los avances en eficiencia que la organización científica introdujo nunca fueron en beneficio de los trabajadores, por el contrario sólo trajo consigo sobrecarga de trabajo y desempleo.

Pero lo que llamaba la atención de Lenin sobre el taylorismo era tanto la productividad que prometía como los residuos que generaba. Destacó con decepción la intención de “limitar la distribución racional, sensata, del trabajo dentro de la fábrica,” mientras que la economía en su conjunto estaba dominada por la anarquía del mercado.

Lenin anhelaba el día en que los trabajadores controlasen la economía, y reiterasen firmemente que “sabrán aplicar estos principios de distribución sensata del trabajo social cuando éste se vea libre de la esclavización por el capital.” Para Lenin, el taylorismo era barbarismo en su forma actual, pero podría fácilmente ser reorganizada por los trabajadores en una sociedad capitalista.

Tras la Revolución de Octubre, los bolcheviques pusieron estas ideas a trabajar. En un país devastado primero por la guerra imperialista y después por las guerras civiles, la cuestión de la productividad del trabajo era mucho más urgente que en las indagaciones de preguerra de Lenin. En el taylorismo, Lenin y otros destacados bolcheviques vieron una solución posible frente al problema de la escasez. Contrataron expertos eficientes de los EE UU y lo pusieron en marcha transformando el trabajo soviético.

La discusión del taylorismo en el partido bolchevique pronto desplegó un debate con dos posiciones principales. La primera, agrupada en torno a Alexei Gastev, era entusiasta en relación a los estudios sobre tiempo potencial y el movimiento relativo a los trabajadores rusos y fraguó la organización de laboratorios para dirigir estos estudios. Un segundo grupo, comprometido aún con la eficiencia de la producción pero menos entusiastas con las pretensiones científicas del taylorismo, crearían una organización denominada Liga Vremya – La Liga del Tiempo. Estos dos grupos confrontarían sus posiciones a lo largo y ancho de la Unión Soviética en sus primeros años.

Gastev mantuvo que las técnicas de la organización científica tenían mucho que ofrecer a los trabajadores rusos. Más allá de incrementar el nivel de vida, la reorganización científica de la fábrica iba objetivamente en beneficio de los trabajadores. Enfrentados a la elección entre una fábrica caótica y una organizada de manera eficiente, Gastev no dudaba sobre cual preferirían los trabajadores. La agitación y propaganda en favor del taylorismo soviético pudo llevarse a cabo en gran medida por medio del efecto demostrativo.

Sus oponentes, por el contrario, fueron mucho más escépticos sobre lo que el taylorismo podía ofrecer a la construcción socialista. En vez de remoldear la acción de los trabajadores en términos de eficiencia, hicieron hincapié en los trabajos automatizados indeseados. La Liga Vremya rechazó lo que percibieron como escaso compromiso del taylorismo con la eficiencia. Más que simplemente reorganizar los lugares de trabajo, demandaban, por parte del Partido Comunista, una reorganización de la sociedad en su conjunto acorde a enfoques más eficientes.

Propuestas en este sentido incluían reemplazar el lenguaje impreciso como “quizás” o “en cualquier caso” por “un cálculo preciso” o “un plan bien pensado”, y dar pasos para limitar la duración de los discursos en los mítines. La Liga Vremya buscó extender la pasión por la eficiencia a toda la clase trabajadora rusa a través de la agitación y la propaganda. Percibieron el laboratorio de Gastev como reducto de la “barbarie cronométrica”.

Al final, el taylorismo no fue implementado de manera sistemática en la Rusia revolucionaria, aunque esto se debiese menos a la oposición organizada y más al caos y las privaciones de una sociedad post-revolucionaria. Más adelante, en la URSS de Stalin, los funcionarios del estado soviético avanzaron considerablemente en el incremento de la productividad laboral. No obstante, estos esfuerzos no se apoyaban tanto en el rediseño taylorista sino más bien en una exhortación moral. El movimiento estajanovista, que pretendió convencer a los trabajadores para seguir el ejemplo de un minero del carbón que había alcanzado récords de producción, era representativo de esta tendencia.

Sin embargo, el debate sobre el taylorismo en el joven Estado soviético muestra la dominación de las preocupaciones por la eficiencia en las discusiones soviéticas sobre la organización científica. La desesperación y fragilidad de la sociedad soviética sin duda contribuyó a ese interés, pero tal y como muestran los escritos de preguerra de Lenin, la fascinación por las potencialidades del taylorismo se introdujo con profundidad en el pensamiento soviético.

Mientras que se prestaba atención tanto a las irracionalidades sistémicas del capitalismo como a la necesidad de progreso tecnológico para una reorganización socialista de la sociedad, los escritores soviéticos obviaron el carácter de clase del taylorismo.

El romance fordista de Gramsci

El apoyo socialista más entusiasta al taylorismo durante la Primera Guerra Mundial no vino por parte de la dirección soviética, sino que se produjo desde una celda. Antonio Gramsci, escribiendo desde una prisión fascista, fue vivaz en relación a las perspectivas de transformación social de lo que se llamó fordismo (modo de producción en cadena originario de la empresa automovilística de H. Ford -ndr).

Preocupado, como siempre, con el atraso relativo de Italia, Gramsci percibió el fordismo como una amenaza para las clases retrogradas y parasitarias de la sociedad italiana. El fordismo representaba los impulsos más modernizadores en la sociedad italiana. De hecho, Gramsci pensó que el fordismo suponía tal avance que dudó de la posibilidad de imponerlo en su totalidad bajo el capitalismo y que, quizás, sólo el socialismo podría consumar este desarrollo.

Gramsci creyó que el fordismo requería de la transformación de la clase trabajadora para adaptarla a los nuevos métodos de producción industrial. Mantuvo que la industria moderna requería de “una rígida disciplina de los instintos sexuales (del sistema nervioso), es decir, una consolidación de la ‘familia’ … de la reglamentación y estabilidad de las relaciones sexuales.”

Para ser claros, Gramsci pensó que esta represión de los instintos sexuales – lo que denominaba en otros casos como lucha “contra el elemento de animalidad del hombre” – era un aspecto positivo. La clase trabajadora estaba amenazada y repugnada por el “libertinismo” de las clases medias, las cuales no podían amoldarse a los requerimientos de la sociedad industrial.

La prohibición en los EEUU fue un aspecto de la creación del nuevo hombre industrial y Gramsci mantuvo, inverosímilmente, que la clase trabajadora estadounidense apoyaba la prohibición pero que esta era socavada por contrabandistas de las clases medias.

Esto no significa que Gramsci no fuese crítico con el fordismo. Pero este criticismo derivó casi en su totalidad de la implementación del sistema en una sociedad de clases. En el capitalismo, el reformateo del hombre industrial que requería de técnicas modernas de producción sólo podía triunfar parcialmente, visto que sería siempre impuesto sobre los trabajadores a través de la coerción desde fuera. Gramsci argumentaba que el fordismo sólo se podría completar cuando la clase trabajadora tomase el poder, y eligiese conscientemente adaptarse a los requisitos fordistas.

En Gramsci, su inquietud por la eficiencia terminó por dominar sus concepciones del cambio social. En vez de la tecnología facilitando el socialismo, la transformación socialista se convirtió en un mero medio para desencadenar las fuerzas productivas. Por supuesto, siempre existió esta cuestión en Marx. Pero en el panegírico de Gramsci al hombre industrial y a la disciplina sexual, esta cuestión ocupa la centralidad de la promesa socialista.

Gramsci y otros socialistas durante el comienzo del siglo XX se mostraron incapaces de mantener los matices de Marx frente al dinamismo tecnológico del capitalismo. No deberíamos ser muy severos a la hora de juzgarles. Desde los retos de la construcción socialista a la realidad de una cárcel fascista, estos revolucionarios se vieron enfrentados con las contradicciones sociales de la ciencia y la tecnología de manera mucho más cruda que Marx. Pero necesitamos reconocer dónde fallaron para poder mejorar en el futuro.

La nueva izquierda y las máquinas

La nueva izquierda de los sesenta y setenta, mientras que nunca lideró luchas de la magnitud de las de Lenin y Gramsci, hizo un buen trabajo por el contrario ajustándose al complejo análisis de Marx sobre las dinámicas tecnológicas del capitalismo. Existen dos líneas analíticas en particular que son útiles para radicales que cuestionen la tecnología hoy en día: el libro de Harry Braverman Labor and Monopoly Capital y los esfuerzos de agitación del socialista británico Chris Harman en torno a la informatización.

Braverman fue un trostkista americano que, tras una larga temporada como trabajador del metal, terminó como director de Monthly Review Press, brazo editorial de la venerable revista socialista. Durante este tiempo, escribió Labor and Monopoly Capital que se basó en su propia experiencia obrera y en un estudio extendido sobre la teoría de la organización, desde Frederick Winslow Taylor hasta Peter F. Drucker.

Braverman concluyó que el taylorismo era el núcleo de la práctica moderna de organización del trabajo. Pero a lo que se refería por taylorismo era considerablemente diferente a lo que la mayor parte de la gente asociaba al mismo. En la cultura popular, así como en la izquierda, lo que sorprendía más del taylorismo era su obsesión por las buenas prácticas y la eficiencia. El cronómetro simbolizaba esta versión del taylorismo: una práctica para remoldear el proceso industrial con vistas a su eficiencia.

Braverman argumentó que esta perspectiva obviaba el carácter de clase del taylorismo, que era, en sí, esencial para entender en conjunto su desempeño. El taylorismo, sostenía, no era una práctica abstracta para mejorar la eficiencia del trabajo, sino más bien la práctica de gestión del trabajo asalariado en una sociedad capitalista.

Repasando el extenso trabajo de Taylor, Braverman concluyó que el taylorismo podía reducirse a tres principios esenciales.

En primer lugar, la disociación del trabajo, como proceso, de las habilidades de los trabajadores. Esto significaba el rediseño del proceso de trabajo para que no dependiese de las habilidades que los trabajadores traían consigo. Mucha de la producción industrial de fines del siglo XIX dependía de trabajadores cualificados, cuyo conocimiento del proceso de producción excedía a menudo al de sus patrones; Taylor percibió que esto entregaba una enorme ventaja con respecto a sus patrones en la lucha sobre el ritmo del trabajo. No era únicamente que los capitalistas no pudiese legislar sobre técnicas de las que eran ignorantes, sino que además no estaban en condiciones de cerciorar cuándo los trabajadores les indicaban que simplemente el proceso no podía funcionar más rápido. El trabajo tenía que ser rediseñado para que los patrones no dependiesen del conocimiento que sus trabajadores tenían sobre el proceso de producción.

La situación debía revertirse. Braverman denominó este segundo principio como la separación entre concepción y ejecución. Anteriormente, los trabajadores habían diseñado ellos mismos buena parte del proceso, decidiendo cuándo y cómo de rápido emprender las diversas tareas. Taylor argumentó que esto también debilitaba a los patrones en relación a sus trabajadores. El proceso de trabajo no podría nunca racionalizarse mientras los trabajadores estuviesen en control de su diseño. Los trabajadores nunca irían a diseñar un proceso para siete trabajadores pudiendo tener uno que incluyese a ocho. Este tipo de cambio es lo que la gestión, obviamente, siempre busca. Para conseguirlo, la planificación dentro de la empresa debía de separarse de la ejecución.

Esta separación permitió el tercero y último principio de la organización científica – la utilización por parte de la dirección del monopolio del conocimiento y el control sobre la producción para rediseñar hasta el último elemento del proceso de trabajo. Una vez separada la producción de las aptitudes, y la concepción de la ejecución, estaría en posición de probar cada paso del proceso de producción, empujándolo hasta el límite; al igual que con sus trabajadores.

La descualificación de la mano de obra que este proceso producía, irremediablemente, supuso una bendición para los patrones en el marco de la lucha de clases, puesto que facilitaba enormemente el uso de esquiroles. Era mucho más fácil encontrar a esquiroles capaces de apretar botones en una línea de ensamblaje que encontrar a trabajadores altamente cualificados como los de finales del siglo XIX.

Con estos tres principios, Braverman recuperó el énfasis de Marx en las implicaciones de clase de la tecnología en la sociedad capitalista. La organización científica no era una técnica neutral para mejorar la eficiencia, sino un esquema para controlar la mano de obra en su lucha con el capital. La no constatación de esta cuestión por parte de Lenin y Gramsci en sus discusiones sobre el taylorismo y el fordismo parece evidente, con la implicación de alcanzar conclusiones sesgadas sobre la eventual aplicación de las técnicas tayloristas en la sociedad post-capitalista.

Braverman ha sido a menudo acusado, injustamente, de obviar la agencia del trabajador en sus análisis. Esto no alcanza a entender su posición, que asume que los trabajadores resistirán las imposiciones del capital sobre ellos, y que indaga como éste trata de quebrar la resistencia de aquellos. No obstante, también es cierto que no aborda cuestiones de agitación en el libro.

Estas preocupaciones se desarrollaron casi simultáneamente con la publicación de Labor and Monopoly Capital al otro lado del Atlántico. En 1979, la clase trabajadora británica sufría claramente el principio de un período de derrotas. La ola de luchas que había conseguido en 1974 tumbar un gobierno conservador se desvaneció rápido, y Margaret Thatcher se encontraba a punto de pasar a su ofensiva de clase.

Como era de esperar, cuando los patrones miraron a los años de lucha que acababan de experimentar, optaron por la mecanización y la informatización. Una manera de lidiar con la volatilidad de la factura de los salarios era desplazar la inversión de los trabajadores a las máquinas. Esto coincidió en el tiempo con el desarrollo de tecnología computarizada capaz de ser implementada de manera beneficiosa en un contexto de oficinas. Como tal, buena parte del debate se centró sobre el desplazamiento de trabajadores de cuello blanco en el Reino Unido, que en aquella época eran mayormente sindicalistas.

Este fue el contexto en el que posteriormente, el socialista británico Chris Harman escribió un panfleto titulado Is a Machine After Your Job? Harman fue un líder del Socialist Workers Party, que posteriormente estuvo ligado al movimiento obrero debido a su actividad como delegado sindical.

Para los socialistas en EEUU hoy en día, los grupos radicales están casi por defecto aislados de la clase trabajadora; aunque en el Reino Unido de la década de 1970, las agendas de las organizaciones socialistas eran puestas en práctica por cuadros y simpatizantes en los centros de trabajo de todo el país. El panfleto de Harman fue un intento de aportar una orientación estratégica para militantes obreros en un período de retrocesos.

Para lo que nos incumbe, el aspecto más importante de este panfleto aborda el “luchar para qué.” Para Harman, la cuestión crucial era la de preservar el control obrero dentro de los lugares de trabajo. Tal y como señala: “lo que estamos poniendo en duda no es la tecnología, sino el control sobre la tecnología por una gerencia entregada a la generación de beneficios.”

La estrategia que delineó estaba mucho más matizada que la del IWW. En vez de oponerse a cada uno de los intentos de introducir paulatinamente la mecanización en los lugares de trabajo, animaba a los trabajadores a exigir una serie de condiciones a los intentos racionalizadores de la gerencia, todas ellas encaminadas a salvaguardar el poder obrero. Entre estas condiciones se incluye:
  • no al uso de la tecnología para evaluar a velocidad o precisión de trabajadores individuales,
  • implicación en las conversaciones a todos aquellos trabajadores que se vean, directa o indirectamente, afectados por el cambio tecnológico,
  • rechazo de la victimización de los trabajadores con dificultades para adaptarse a la nuevas tecnologías,
  • no a la aceleración por motivos de desgaste y abandono natural,
  • garantías escritas por parte de la dirección que cercioren la no introducción de nueva tecnología sin el consentimiento previo por parte de los trabajadores sindicados.
Todo esto trazó una estrategia para que la mano de obra aceptase el cambio tecnológico en los lugares de trabajo, manteniéndose sin embargo firmemente comprometida a canalizar estos cambios en direcciones que no fuesen dañinas para el poder obrero en las plantas de producción.

Harman tenía especial interés en diferenciar su propuesta estratégica de aquella, defendida por las direcciones sindicales, que simplemente demandaba garantías contra los despidos. Esta estrategia, no obstante, conllevó una disolución gradual del poder sindical.

Cualquier negocio experimenta un grado de rotación de la fuerza de trabajo en un año dado y, simplemente, con no reemplazar a aquellos trabajadores que renunciaban voluntariamente, los patrones podían imponer una mayor carga de trabajo sin nuevos despidos. Las estrategias sindicales que sólo buscaban mantener puestos de trabajo y salarios, sin proceder a cuestionar el poder de los gestores, daban vía libre a los patrones para acometer sus objetivos a través de una deriva paulatina en vez de una restructuración activa.

Para Harman, el objetivo ideal de cualquier movilización sindical en torno a la cuestión tecnológica no era un acuerdo en torno a cuestiones puntuales, sino un posicionamiento de los trabajadores para hacerse fuertes de cara a consiguientes confrontaciones. Al igual que el análisis de Braverman, esta perspectiva se dirigía a una comprensión más profunda que la que Lenin y Gramsci delinearon, sobre los motivos que impulsaban al capital a introducir la tecnología.

Al mismo tiempo, su enfoque para forjar acuerdos con los patrones – y su gestión – para racionalizar los avances, condicionando estos a la preservación del poder de clase obrero, ofrecía mucho más en términos estratégicos, que un rechazo frontal al cambio tecnológico en los centros de trabajo.

Desconectando al Capital

Para aquellos radicales que confrontan la tecnología capitalista – y a sus ideólogos – hoy en día, Braverman y Harman tienen mucho que aportar. En vez de interpretar la dominación como imbuida en formas tecnológicas, tal y como algunos radicales pretenden hoy en día, Braverman y Harman desarrollaron enfoques relativos a la tecnología en función del contexto de clase en el cual ésta es implementada.

Controlada por capitalistas, los avances tecnológicos son – como Lenin indicó – avances en la extorsión del sudor. Pero esto difícilmente aborda las posibilidades que los avances tecnológicos, tal y como Lenin y Marx resaltaron, pueden ofrecer a la emancipación del trabajo, aunque hoy en día estos cumplan lo contrario.

Su análisis sugiere algunos puntos de orientación de cara a las luchas en torno a la tecnología hoy en día. Por encima de todo, la cuestión de preservar y ampliar el poder obrero dentro de los lugares de trabajo debe adquirir una centralidad en las luchas.

De manera crucial, esto sugiere que enfoques relativos a la tecnología que se centran principalmente en cuestiones distributivas, no son suficientes. Garantías de empleo o incluso de salarios, son simplemente insuficientes en el contexto de cambio tecnológico. El poder de clase de los patrones es tal que acuerdos como estos pueden ser fácilmente compatibles con la destrucción del poder de clase obrero en las plantas de producción. El capital se encuentra a menudo cómodo preservando las condiciones favorables de las generaciones actuales de trabajadores, mientras se cercioran de que las siguientes nunca tendrán acceso a estas.

Esta perspectiva es especialmente importante en la actualidad, visto que el proceso de reconstrucción del poder de clase obrero en el mundo capitalista será sin duda largo. Los capitalistas seguirán introduciendo nuevas tecnologías que deteriorarán incluso más las condiciones de trabajo. Y previsiblemente de cara al futuro, el reino tecnocrático de los expertos y el de los saboteadores del status-quo seguirán persistiendo, con todo el elenco de ideologías patológicas que arrastran consigo.


La teorización de Marx de las múltiples facetas de la tecnología bajo el capitalismo será crucial para entender tales procesos. Aunque un cambio real de la situación requerirá de formulaciones estratégicas para organizar a los trabajadores en esta lucha.

04/06/2015
* Paul Heideman es doctor en Estudios Americanos en la Rutgers University-Newark.
Traducción: Iván Molina Allende

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