Domingo,
31 Mayo 2015.
En contraste con las tendencias políticas mundiales, las revoluciones
bolivariana (Venezuela), ciudadana (Ecuador) y el Estado plurinacional
boliviano, se desarrollaron como revoluciones democráticas de un nuevo tipo
que prometían acabar, si no con el capitalismo, por lo menos con su versión
neoliberal. Estos países se reconocieron bajo el lema del “socialismo del
siglo XXI” para diferenciarlos de vías más socialdemócratas o “moderadas”.
Hoy, el escepticismo y la decepción han reemplazado al entusiasmo inicial.
André-Noël Roth
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Fuente de la imagen: www.chh.ufm.edu
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Las situaciones y procesos ocurridos en los países del socialismo del
siglo XXI comparten varias similitudes. Indiquemos por lo menos tres. Uno,
unas élites tradicionales corruptas y desprestigiadas, dos, la aparición de
un líder carismático que logró suscitar una emoción y una movilización
populares que permitió barrer con el antiguo régimen político y social e
imponer por la vía de las urnas uno nuevo, más favorable a los más pobres y a
los grupos sociales tradicionalmente excluidos del sistema político, y tres,
la disposición en su subsuelo de recursos energéticos importantes. Chávez,
Correa y Morales lograron así imponer una nueva “Revolución por el Estado”i
que transformó a las instituciones políticas, liquidó a los antiguos y
escleróticos sistemas de partidos y reafirmó el rol motor del Estado para el
progreso económico y social, y para ser el garante del bien público y de la
soberanía nacional, con el fin de salir de “la larga noche neoliberal” como
dice Correa. Estos países fueron calificados así de posneoliberales y, a su
vez, de neodesarrollistas por su énfasis en la estatalización de ciertas
empresas y segmentos industriales, en particular en el sector energético y
minero, y en general por el nuevo rol asignado al Estado como propietario y
empresario público. Los importantes flujos de recursos financieros producidos
por la bonanza energética en el mercado mundial permitieron esta expansión
del sector estatal.
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Las antiguas élites políticas que, con el lema de la necesaria
internacionalización económica y del eufemismo de la Modernización y de la
Nueva Gestión Pública, usaron al Estado como a un notario habilitado para
legalizar el saqueo privado (concesiones, privatizaciones, delegación, etc..)
de los recursos y bienes nacionales, y para obtener todo tipo de favores y
beneficios (contratos, empleos, etc..), fueron entonces sustituidas por una
nueva élite político-burocrática que se hizo progresivamente con el control
hegemónico del escenario político, de los espacios públicos y de las
principales empresas. El Estado se convirtió en un importante actor
económico, como inversor, constructor, productor y empleador.
La estatización total o parcial de los recursos energéticos y mineros
y/o la revisión a favor del Estado de los contratos de concesión, llevadas a
cabo por esta nueva élite de Estado, permitió financiar en forma bastante
rápida tanto políticas sociales para los más pobres y la clase media
pauperizada (educación, salud, subsidios condicionados a la familia, hábitat,
etc.), como para favorecer la creación de medios públicos de comunicación (TV,
radio, prensa), la ampliación del empleo público y la modernización del
funcionamiento administrativo. También, según los casos, se procedió a
modernizar y realizar obras de infraestructuras físicas (vías, aeropuertos) y
desarrollar una política exterior dinámica -con una retórica
anti-imperialista- (ALBA). Gran parte de estas políticas y obras, si bien
pueden ser consideradas como necesarias e importantes, utilizaron para su
implementación tanto técnicas de gestión neoliberal (p.e. subsidios condicionados,
precariedad laboral) como de tradición clientelista y burocrática (empleo
público y contratación).
La atención a los más pobres, el reconocimiento a las poblaciones
marginadas (afro, indígenas) como parte de una nación oficialmente diversa y
su inclusión en el discurso político oficial, permitió una relegitimación del
Estado y de sus instituciones, como representantes y defensores de grupos
sociales mayoritarios en número, pero que quedaban marginados y excluidos por
los regímenes anteriores. El tema de la participación política (de la
democracia participativa) permitió movilizar a su favor la intelectualidad
crítica con el régimen político parlamentario y representativo de corte
liberal, el cual mostraba signos evidentes de corrupción, incompetencia,
nepotismo y plutocratización. La participación política de los ciudadanos “de
a pie” constituyó una estrategia de movilización que permitió vislumbrar una
transformación democrática y democratizadora de la sociedad y del Estado.
El anhelo por una transformación política contó con el apoyo de una
clase media conformada por jóvenes educados críticos, frecuentemente
graduados de universidades públicas, miembros de ONG’s y de movimientos
sociales, que no tenían muchas perspectivas de ascenso social en los regímenes
anteriores por carecer de los capitales social y económico necesarios a su
vinculación con las élites tradicionales. La sintonía entre las aspiraciones
populares a la inclusión y participación políticas y la personalidad y el
discurso revolucionario del líder carismático permitieron así el acceso al
poder burocrático de Estado a esta clase media para que, desde el Estado, se
iniciara de manera entusiasta una nueva revolución, ahora sí, democrática,
participativa, social y plural. Así se reflejó en las cartas constitucionales
que legitimaron e institucionalizaron a los nuevos regímenes políticos.
Si durante los primeros años de los nuevos regímenes no existían
contradicciones entre las aspiraciones populares y el gobierno, la
participación política del pueblo ciudadano podía ser estimulada e
institucionalizada. Las actuales constituciones ofrecen así formalmente
muchos espacios para la participación ciudadana, en particular a nivel de
barrios y municipalidades y para distintos colectivos sociales. La esperanza
de la realización de una nueva perspectiva política a partir de una
renovación de la vía democrática hacia el (nuevo) socialismo, se apoyó en un
discurso sincrético y mítico entre Bolívar, Allende, el Che Guevara, la
teología de la liberación y el indigenismo. Este discurso se desarrolló en el
marco de una estrategia neogramsciana de hegemonía política. Ahora se busca
desde el mismo poder de Estado politizar y polarizar de manera constante a la
sociedad en su conjunto para mantenerla movilizada. Se construye a un
enemigo, y toda crítica al nuevo régimen está asociada a este enemigo: el
“paramilitarismo colombiano” en el caso de Venezuela y el riesgo de la
“restauración conservadora” en el de Ecuador. También, los conceptos de
pueblo y de lo popular fueron instrumentalizados por el régimen, pretendiendo
así ser su único representante legítimo. Esta estrategia facilitó la
construcción de un nuevo partido político dominante (PSUV, Alianza País, MAS)
que logró obtener, a veces gracias a una reforma electoral hecha a la medida,
la mayoría en los parlamentos nacionales.
Sin embargo, a la hora de la caída del precio del barril de petróleo,
y la consiguiente baja del presupuesto público, las contradicciones entre el
“pueblo” y el alto gobierno o el mismo presidente aparecen cada vez con más
fuerza. Ahora, para el gobierno, la participación política del pueblo parece
inoportuna y se la considera instrumentalizada por fuerzas oscuras y
reaccionarias. Nuevamente, tanto en Venezuela como en el Ecuador el pueblo y
los estudiantes se perciben como una clase peligrosa. Los jefes de Estado del
socialismo del siglo XXI ya no están tan convencidos de las virtudes de la
democracia participativa y se atrincheran en sus mayorías parlamentarias
obedientes. Los legisladores, que deben su elección, y la conservación de su
cargo y demás ventajas, a la bendición del Presidente, no se arriesgan a la
contradicción. Con la concentración del poder político y administrativo,
favorecida por la alta dependencia presupuestal del Estado del sector
energético, estos regímenes hiperpresidencialistas terminan de facto por
impedir, tanto en los espacios políticos como administrativos, la expresión
de desacuerdos o de posturas alternativas a la del presidente. La
deliberación interna al “movimiento revolucionario” se muere, los desacuerdos
terminan en rupturas políticas, los intelectuales críticos desertan, y el
miedo y la autoridad jerárquica empiezan a ser el método usual del gobierno
sobre una clase política y burocrática que debe su ascenso y su pervivencia a
la continuidad del régimen. El funcionario no tiene otra alternativa que
callar para no perder su cargo. Los medios públicos de información, creados
por los gobiernos, no se transformaron en espacios para la defensa y la
expresión autónoma del pluralismo social y político de la sociedad – razón de
ser de los medios públicos-, sino en los voceros dóciles de sus respectivos
gobiernos. Usando de las mismas técnicas (menos el paramilitarismo) con la
cual Uribe en Colombia había logrado “embrujar” a la mayoría de las
instituciones públicas, los gobernantes de Venezuela y del Ecuador imponen su
dominio sobre el sector público y su hegemonía en los medios de comunicación.
Convencidos por sus cortesanos de ser imprescindibles para la salvación de su
país y de su revolución, los dirigentes parecen incapaces de organizar
colectivamente su sucesión y más preocupados por salvaguardar sus intereses.
Terminan aferrándose al poder. Como cualquier caudillo tradicional.
Si, en términos de políticas sociales, como debe ser reconocido, las
reformas financiadas por la burbuja petrolera y minera han permitido a estos
países una mejoría innegable para la situación de sectores sociales
tradicionalmente marginados, el balance político mostrado por estos país – en
particular Venezuela y Ecuador-, no está a la altura de las esperanzas
creadas. En términos de transformación política democrática, de
profundización democrática y de mecanismos de participación política y
social, se está dejando mucho que desear. Asimismo, a pesar de proclamar el
apoyo a la economía solidaria, las relaciones laborales siguen siendo de
naturaleza capitalista, que sea privado o de Estado, y con las mismas
técnicas de gestión. Sin una reorientación firme hacia una democratización en
los procesos de decisión política, en las políticas públicas y en la
economía; un respaldo a la autonomía de los movimientos sociales, obreros,
campesinos e indígenas; a la descentralización y a la autogestión, me temo
que, bajo un lenguaje revolucionario y socialista se está asistiendo a la
consolidación de regímenes autocráticos, muy lejos de las expectativas
suscitadas hace una década. Una lástima.
***
iSegún el muy pertinente análisis de los cambios
ocurridos en América latina en los 70 hecho por Louis Mercier-Vega en
su libro “La révolution par l’Etat: une nouvelle clase dirigeante en Amérique
latine”, Payot, Paris, 1978. De forma muy oportuna acaba de ser reeditado
(Payot, 2015). La historia parece repetirse.
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