IÑAKI GIL DE SAN VICENTE
Hasta la revolución bolchevique
El texto que aquí presento tiene la función de
mostrar que la ideología burguesa de los «derechos humanos» es uno de los
instrumentos más efectivos que sustentan la invisible dominación del capital
sobre el trabajo y, a la vez, de justificación de las agresiones del
imperialismo contra los pueblos que se resisten a claudicar a sus exigencias.
Por ello mismo, el texto contradice la totalidad de las prácticas reformistas
que, en esta cuestión, aceptan incondicionalmente dicha ideología. La
contradicción no surge por la diferencia ideológica sino por las prácticas
sociales que, desde el fondo de la realidad diaria, se expresan luego en
diferencias ideológicas.
Los derechos burgueses y su democracia han venido
al mundo gracias a océanos de sangre y miseria impuesta por el terror físico,
moral y simbólico paralizantes, como se expone en el texto que aquí presento. Y
se han mantenido también aplicándolos cuando han fallado otros sistemas de
alienación e integración. El mito de los «derechos humanos» y de la
«democracia» es uno de los más efectivos sistemas de alienación, siendo otro el
fetichismo de la mercancía y sus efectos destructivos de la conciencia crítica.
Ambos anclan en la realidad inaprensible del trabajo abstracto que se
caracteriza por tres cosas: es trabajo enajenado, es trabajo impuesto y es
trabajo ilimitado1.
El texto que presentamos empieza precisamente por el trabajo abstracto porque
estructura todas las dinámicas de la acumulación del capital bajo la ideología
del «ciudadano libre».
Fué necesaria una gran brutalidad para vencer a la
tiranía medieval y papal igualmente feroz, practicando el «derecho al
tiranicidio» reconocido con muchas excepciones por Tomás de Aquino2 que
casi siempre beneficiaban al papado y a nobleza3.
Después, Maquiavelo, admirado por Marx, escribió: «Los suizos son muy libres
porque disponen de armas propias»4.
Y Locke, ideólogo de la burguesía inglesa con más experiencia que Hobbes, que
también defendió el «derecho al tiranicidio» pero con bastantes más
restricciones, no dudó en afirmar que «todos están de acuerdo en que a quienes
invaden por la fuerza las propiedades de un pueblo, sean súbditos del mismo, o
sean extranjeros, pueden ser resistidos en su intento por medio de la fuerza
[…] hay ciertos casos en que los pueblos tienen derecho a ofrecer resistencia
al rey»5.
Sin poder extendernos ahora, las revoluciones
burguesas en los Países Bajos y en los Estados Unidos superan las masacres de
los intentos revolucionarios anteriores al siglo XVI. El epítome de los
«derechos humanos», la revolución francesa de 1789, tiene con razón la
guillotina como su símbolo decisivo porque, además de cortar cuellos
nobiliarios y papales, y hasta reales, como lo habían hecho los ingleses,
también segó los de las mujeres revolucionarias6,
los de las izquierdas populares y de naciones oprimidas –bretones, vascos,
haitianos…–, y el de Rosbespierre, «un pequeño propietario del campo honesto y
satisfecho»7 que
no negaba el derecho de propiedad, que sólo buscaba supeditarlo a otros
derechos humanos, así como prohibir lo que entendía por opresión nacional,
perseguir como «asesinos, bandidos y rebeldes» a quienes hacen guerras
reaccionarias contra los pueblos, y declarar a reyes, aristócratas y tiranos
como enemigos de la humanidad8.
Los «derechos humanos» burgueses hacían lo
imposible por destruir los derechos precapitalistas, sobre todo los derechos de
los pueblos a utilizar en su beneficio los frutos de las tierras comunales. La
historia del pueblo trabajador vasco preindustrial e industrial9 también
está marcada por esta resistencia tenaz en defensa de los derechos comunales.
La represión de las prácticas populares de recuperación de bienes comunes
privatizados por el capital fue una larga lucha de clases que abrió la
conciencia crítica de un joven Marx que con el lenguaje que tenía con solo 24
años defendió el derecho consuetudinario precapitalista que tenía el pueblo
para disfrutar de los bienes de las tierras comunales:
Se ha llegado realmente en un lugar a convertir un
derecho consuetudinario de los pobres en monopolio de los ricos. Se ha dado la
prueba concluyente de que se puede monopolizar un bien común; de ello se
desprende evidentemente que hay que monopolizarlo. La naturaleza del objeto
requiere el monopolio porque el interés de la propiedad privada lo ha
inventado. La moderna ocurrencia de unos tenderos ávidos se vuelve irrefutable
apenas proporciona desechos al antiquísimo interés teutónico por la tierra10.
Es innegable la actualidad de esta cita ahora que
el imperialismo está desesperadamente lanzado a monopolizar lo poco que va
quedando de bienes comunes en el planeta, generalizando la lucha de los pueblos
para que se redacte una Declaración Universal del Bien Común de la Humanidad11,
problema al que volveremos luego al analizar el vacío conceptual de una parte
de la izquierda abertzale al respecto. La crítica de Marx se extiende hasta
abarcar a las fuerzas represivas y al Estado que imponen los intereses de los
ávidos tenderos: de los guardianes que vigilan los bosques para reprimir que
los y las niñas empobrecidas cojan leña o comida dice que su «deber profesional
es la brutalidad»12.
Los guardabosques son servidores de los propietarios de los bosques, que a su
vez son los propietarios del Estado:
Esta lógica, que transforma a los servidores del
propietario foral en autoridades del Estado, transforma a las autoridades del
Estado en servidores del propietario forestal. La división del Estado, la
función de cada uno de los funcionarios administrativos, todo tiene que salirse
de quicio para que todo se rebaje a un medio del propietario forestal y su
interés aparece como el alma que determina todo el mecanismo. Todos los órganos
del Estado se transforman en oídos, brazos y piernas con los que el interés del
propietario forestal oye, espía, calcula, protege, coge y corre13.
Con un rigor teórico, político y filosófico mayor,
Marx volverá a decir lo mismo en El Capital:
Pugnando por alargar todo lo posible la jornada de
trabajo, llegando incluso, si puede, a convertir una jornada de trabajo
en dos, el capitalista afirma sus derechos de comprador. De otra parte, el
carácter específico de la mercancía vendida entraña un límite opuesto a su
consumo por el comprador, y, al luchar por reducir a una determinada magnitud
normal la jornada de trabajo, el obrero reivindica sus derechos de vendedor.
Nos encontramos, pues, ante una antinomia, ante dos derechos encontrados,
sancionados y acuñados ambos por la ley que rige el cambio de mercancías. Entre
derechos iguales y contrarios, decide la fuerza. Por eso, en la historia
de la producción capitalista, la reglamentación de la jornada de trabajo
se nos revela como una lucha que se libra en torno a los límites de
la jornada; lucha ventilada entre el capitalista universal, o sea, la clase
capitalista, de un lado, y del otro el obrero universal, o sea, la clase
obrera14.
Dos derechos iguales y contrarios, dialéctica de la
unidad de contrarios antagónicos que lleva tarde o temprano a la lucha dentro
de esa misma unidad de dos fuerzas sociales irreconciliables que defienden sus
respectivos derechos enfrentados: el de la clase explotadora, la que compra la
fuerza de trabajo, y el de la clase explotada que no tiene más remedio que
vender su fuerza de trabajo, venderse a sí misma, para subsistir. Derecho de la
minoría opresa y derecho de la mayoría oprimida. Marx vuelve a insistir poco
más adelante en nada menos que la lucha entre el derecho burgués a poseer el
tiempo de vida de la humanidad trabajadora, y el derecho de la humanidad
trabajadora para ser propietaria colectiva de su propio tiempo de vida, de su
vida misma: «La implantación de una jornada normal de trabajo es el fruto de
una lucha multisecular entre capitalistas y obreros»15.
O dicho de otro modo, debemos hacernos la pregunta sobre si llegado un momento
preciso se trata de una cuestión de derecho o de poder16,
o de ambas cosas.
Las luchas populares por los derechos concretos han
planteado desde finales del siglo XVIII y en especial desde el primer tercio
del siglo XIX el enconado debate de si se debe y se puede utilizar el Estado
capitalista para ayudar a la conquista de derechos que en su esencia son
anticapitalistas porque sacan a la luz el problema de la propiedad, que es una
de las bases históricas de la aparición del derecho, y no a la inversa.
Semejante experiencia práctica y teórica acumulada ha sido olvidada en buena
medida. Pero la realidad es tozuda y lo supuestamente «superado» vuelve otra
vez aunque no en forma de tragedia sino de farsa.
En base a la experiencia acumulada hasta finales
del siglo XIX que pudo ser estudiada por Marx y Engels, este último no dudó en
escribir que: «Las libertades políticas, el derecho de reunión y de asociación
y la libertad de prensa: estas son nuestras armas. Y ¿debemos cruzarnos de
brazos y abstenernos cuando quieran quitárnoslas? Se dice que toda acción
política implica el reconocimiento del estado de cosas existente. Pero cuando
este estado de cosas nos da medios para luchar contra él, recurrir a ellos no
significa reconocer el estado de cosas existente»17.
Y más adelante: «En política no existen más que dos fuerzas decisivas: la
fuerza organizada del Estado, el ejército, y la fuerza no organizada, la fuerza
elemental de las masas populares»18.
Por su parte, en 1906 Rosa Luxemburg fue muy precisa:
El terreno de la legalidad burguesa del
parlamentarismo no es solamente un campo de dominación para la clase
capitalista, sino también un terreno de lucha, sobre el cual tropiezan los
antagonismos entre proletariado y burguesía. Pero del mismo modo que el orden
legal para la burguesía no es más que una expresión de su violencia, para el
proletariado la lucha parlamentaria no puede ser más que la tendencia a llevar
su propia violencia al poder. Si detrás de nuestra actividad legal y
parlamentaria no está la violencia de la clase obrera, siempre dispuesta a
entrar en acción en el momento oportuno, la acción parlamentaria de la
socialdemocracia se convierte en un pasatiempo tan espiritual como extraer agua
con una espumadera. Los amantes del realismo, que subrayan los «positivos
éxitos» de la actividad parlamentaria de la socialdemocracia para utilizarlos
como argumentos contra la necesidad y la utilidad de la violencia en la lucha
obrera, no notan que esos éxitos, por más ínfimos que sean, sólo pueden ser
considerados como los productos del efecto invisible y latente de la violencia19.
Rosa Luxemburg tenía toda la razón, y la historia
se lo demostró en su propio cadáver al ser asesinada en plena revolución de
1918 por sus compañeros de partido que en el debate de 1905-1906 se declaraban
«demócratas pacifistas», pero que doce años después ayudaron a armar y
dirigieron a los asesinos de los «cuerpos francos» que impusieron a cañonazos
la «paz» y la «democracia» de la República de Weimar sobre miles de obreras y
obreros exterminados. Es desde esta perspectiva enriquecida por muchas otras
muchas aportaciones, que T. Eagleton están en lo cierto cuando recientemente ha
escrito: «Tomado en el más estricto sentido del término, el pacifismo es
sumamente inmoral»20.
Como era característico en él, Lenin planteó de
forma lacónica la concatenación entre propiedad, Estado, violencia y derecho
con una pregunta elemental, la misma que en todo momento se hacen las
burocracias del Estado especializadas en mantener el orden, reiterándola con
más angustia e insistencia conforme se agudizan las crisis: «¿Tiene armas la
clase oprimida?»21.
La escueta pregunta supera cualitativamente cualquier cavilación pacifista y
legalista que se haga sobre el famoso y odiado «Preámbulo» de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos firmada por las Naciones Unidas en 1948,
en la que se reconoce el derecho a la rebelión contra la opresión. En el texto
que presentamos se analizan declaraciones y prácticas revolucionarias sobre
derechos humanos concretos anteriores y posteriores a la Declaración de
1948 que la superan cualitativamente en alcance y contenido humano concreto.
Una de ellas, sin duda la decisiva en su potencial de futuro, fue la Declaración
de los derechos del pueblo trabajador y explotado22 redactada
a comienzos de 1918.
La fase álgida durante la que los derechos
burgueses empiezan a girar hacia la reacción para derrotar los derechos
populares se inicia con la Comuna de París de 1871 y llega a su punto crítico
con la revolución bolchevique de 1917. Entre los insuperables logros de la
revolución de 1917 está el de haber actualizado la reflexión marxista sobre la
extinción del Estado y del derecho en el mismo proceso de superación de la
propiedad burguesa, de la ley del valor y del trabajo abstracto en base a las
tesis de Marx23.
Ni la burguesía ni el reformismo pueden «perdonar» a los bolcheviques esta
actualización básica para entender la crítica marxista del derecho en general y
del burgués en particular. La lógica dialéctica de semejante crítica fue
aplicada por G. Novack en su minucioso estudio sobre las democracias y las
revoluciones: «El derecho a la revolución es el derecho supremo de cualquier
pueblo y la salvaguarda última de su democracia. […] El derecho a la revolución
llegó a ser un elemento permanente de la herencia de la humanidad progresista
durante el ascenso de la revolución burguesa»24.
Desde 1917 más y más sectores imperialistas optan
por dictaduras en vez de por democracias: son innegables las simpatías de la
Casa Real Británica25 hacia
el nazismo en los años treinta, por no hablar de amplias franjas de las
burguesías norteamericana y francesa. Ya antes de que acabase la Segunda Guerra
Mundial, el imperialismo había comenzado una «guerra preventiva contra la URSS»26 que
se endureció y extendió a escala mundial desde 1945 en adelante. La denominada
«guerra fría cultural»27 fue
un auténtico adelanto concentrado de estrategias integrales en las que se
aplican todas las violencias posibles y que adquieren diferentes nombres según
los casos: «guerra cultural», «guerra de cuarta generación»28,
etc., y hay que decir que el imperialismo incluso integró en esta larga
ofensiva antisocialista las lecciones extraídas durante «la construcción
simbólica del fascismo español»29.
Hasta finales del siglo XX
No es casualidad que los adalides del
neoliberalismo más maltusiano comenzaran en 1947 su selectiva y planificada
penetración en los más importantes centros de poder imperialista. En el texto
estudiamos por qué el imperialismo negoció la Declaración Universal de
Derechos Humanos en 1948, incluido el derecho a la rebelión, pero lo cierto
es que en 1949 estaba preparando un masivo ataque nuclear contra la URSS
empleando trescientas bombas atómicas más destructivas que las de 1945 para
arrasar los cien enclaves industriales más importantes30,
por citar uno de los planes militares de la OTAN en aquel momento
mientras en Washington se loaban los «derechos humanos».
Durante los años cincuenta y setenta las derrotas
imperialistas –para ser breves– convencieron definitivamente al capital mundial
que debía pasar a la ofensiva doble: exterminadoras dictaduras militares que
impusieran los programas del FMI
siendo el golpe fascista de Pinochet de 1973 el paradigma de esta línea, y para
compensar el desprestigio de tamaño exterminio, desde 1975 y a raíz de la
humillante derrota yanqui en Vietnam, comenzar la publicidad a favor de los
«derechos humanos». En marzo de 1977 Fidel Castro, denunció que:
Al imperialismo le ha dado ahora por la manía de
hablar de los derechos humanos, para los imperialistas los derechos humanos
equivalen al derecho a la discriminación racial, el derecho a la opresión de la
mujer, el derecho a saquear los recursos naturales de los pueblos; para los
imperialistas los derechos humanos son el vicio, la miseria, la pobreza, la
ignorancia. Solo los países revolucionarios luchamos verdaderamente por
derechos humanos, por la dignidad del hombre, por la libertad de los pueblos31.
Uno de los derechos fundamentales, sin duda el
fundamental, más atacados por el imperialismo es el la violencia defensiva de
los pueblos y clases explotadas, derecho que es identificado con el concepto de
«terrorismo». La fábrica de ideología burguesa llega a elaborar más de cien
definiciones de «terrorismo»32,
lo que permite a la industria político-mediática imperialista manipular a sus
anchas en el pantanal de la desorientación. La lógica formal y el «sentido
común», la ideología burguesa, las llamadas «ciencias sociales»33,
fracasan de pleno en el entendimiento de lo que sucede, y a lo máximo que
llegan es a proponer negociaciones, acuerdos y pactos entre esos derechos
irreconciliables, o ni eso, sino a lo sumo dar una imagen neutralista y
equidistante, con ligeros toques de humanitarismo, al hablar del choque frontal
de dos derechos contrarios.
Las supuestas «ciencias sociales» oficiales entran
en esa feliz expresión que J. P. Garnier define como «voluntad de no saber», de
negarse conscientemente a conocer la realidad insoportable: «La voluntad de no
saber […] “capitalismo”, “imperialismo”, “explotación”, “dominación”,
“desposesión”, “opresión”, “alienación”… Estas palabras, antaño elevadas al
rango de conceptos y vinculadas a la existencia de una “guerra civil larvada”,
no tiene cabida en una “democracia pacificada”. Consideradas casi como
palabrotas, han sido suprimidas del vocabulario que se emplea tanto en los
tribunales como en las redacciones, en los anfiteatros universitarios o los
platós de televisión»34.
Es la industria político-mediática la que fabrica y
actualiza una forma ignorante y lábil de hablar sin conceptos radicales,
científicos, divulgando unas ideas y marginando otras. En su respuesta a García
Linera, A. Teiltebaum sostiene que:
En los medios culturales, ideológicos, políticos y
científicos, se produce una especie de selección o jerarquización –entre
espontánea y provocada– del prestigio o renombre de determinadas personas,
donde ocupan casi siempre los primeros puestos los que (dicho de manera muy
esquemática) tienen en común algunas de las siguientes ideas: no cuestionar la
propiedad privada de los medios de producción y de cambio; atribuir al mercado
capitalista la cualidad de inherente a la sociedad humana; no cuestionar el
sistema político-social elitista existente (la llamada «democracia occidental»
o «democracia representativa») y el rechazo (expreso o no) del materialismo
histórico y dialéctico como método de investigación en las ciencias sociales y
en las ciencias llamadas «duras»35.
A lo anterior hay que sumar que el papel de la
industria universitaria como fábrica de ignorancia funcional, de conculcación
de una forma de interpretar la realidad que desconoce absolutamente los
rudimentos de la dialéctica. D. Harvey sostiene que:
Una de las cosas curiosas de nuestros sistemas
educativos, señalaré de paso, es que cuanto más formado está uno en determinada
disciplina, menos probable es que se haya acostumbrado al método dialéctico. De
hecho, los niños son muy dialécticos; lo ven todo en movimiento, en
contradicción y transformación. Tenemos que ejercer un inmenso esfuerzo para
arrebatarles esa capacidad y que dejen de ser buenos dialécticos. Marx quería
recuperar la capacidad intuitiva del método dialéctico y ponerla en
funcionamiento para entender que todo está en proceso de cambio, todo está en
movimiento. No habla simplemente de trabajo; habla de proceso de
trabajo. El capital no es una cosa, sino más bien un proceso que solo existe en
movimiento. Cuando la circulación se detiene, el valor desaparece y todo el
sistema se viene abajo36.
Exactamente lo mismo pero con otras palabras viene
a decir Gonzalo Pontón basándose en su muy dilatada experiencia como editor e
intelectual militante. Tras afirmar que de la universidad sale gente muy
analfabeta37 ,
no duda en poner el dedo en la llaga de la ignorancia de los economistas –y de
todos los «científicos sociales» en general–, hablando sobre las lecturas y
preparación teórica de los economistas antes y durante la actual crisis,
capacitándose así para prevenirla y superarla, y afirmando sin tapujos que:
«los estudiantes y los profesores de economía son los más analfabetos […] ellos
no nos pueden explicar lo que ha sucedido porque teóricamente tenían que haber
sabido lo que iba a suceder».
Tras esta rápida desmitificación de la industria
universitaria en lo que concierne a la propiedad, al Estado, a la violencia o
al derecho, entendemos la ambigüedad e intención del diario El País al
informar sobre el «derecho al agua» y «guerra del agua» en Bolivia en dos
artículos38 que
permiten descubrir el tramposo límite de la ideología burguesa de los «derechos
humanos»: la humanidad empobrecida tiene «derecho» al agua, las grandes
empresas transnacionales tienen «derecho» a comercializar el agua y los Estados
«democráticos» tienen «derecho» a privatizar el agua negociando con «el
mercado» para vender el agua privatizada al pueblo con una «justa» relación
entre los tres «derechos»; si bien la línea de El País es la de
reconocer formalmente la primacía de los derechos humanos y de la democracia no
controlada por «la mercantilización».
El presente
Ha sido conveniente describir un poco qué es la
«intelectualidad progresista» para comprender cómo y por qué sectores
apreciables de la izquierda occidental han aceptado el «imperialismo humanitario»39 tan
correctamente denunciado por J. Bricmont sobre todo en lo referente al olvido
de la historia verdadera y a la necesidad de recuperarla como respuesta a la
contrarreforma soterrada de la Declaración de 1948. Ante esta situación,
el Movimiento Continental Bolivariado (MCB) declaró a comienzos de
2009 el 26 de marzo como Día del Derecho Universal de los Pueblos a la Rebelión
Armada, porque a estas alturas de la historia sigue siendo incuestionable
que el poder nace del fusil40.
La contrarreforma imperialista para anular el «Preámbulo» de la Declaración
de 1948 es tan sistemática y totalitaria que el mexicano Movimiento de Unidad
Socialista y Izquierda Socialista (MUS-IS) publicó el texto En defensa del
derecho de pueblo a la autodefensa41 contra
la narcomafia y otras organizaciones terroristas, mientras que M. Urbano ha
tenido que recordar que el pueblo portugués se rebeló el 25 de abril de 1973
contra una salvaje dictadura practicando el derecho a la rebelión42.
En el texto que ahora presento se analiza el
devenir de la lucha entre los derechos burgueses y los derechos socialistas y
el decisivo papel que han jugado los Estados como fuerzas conscientes que
defienden los primeros y combaten los segundos: la tendencia capitalista a
ampliar los poderes del «Estado vigilante»43 que
«protege los derechos humanos» mientras en la realidad se extiende el «fascismo
silencioso»44,
como uno de los instrumentos que permiten a la «democracia occidental»
profundizar en su estrategia sistemática contra el derecho internacional45.
También se exponen los intentos continuos de los movimientos obreros,
populares, sociales, culturales, nacionales, ecologistas, etc., formados por
mujeres y/u hombres, para utilizar las instituciones y organismos múltiples,
los aparatos de Estado, las administraciones de los gobiernos, las Naciones
Unidas46,
la «vía institucional y legal» en suma, permanentes intentos casi fracasados
permanentemente.
La investigadora Leyla Castillo analiza cómo y por
qué la Unión Europea está incluso minando la teoría neoliberal de los derechos
humanos, la que los reduce solo a los derechos individuales, abstractos y
aisladamente considerados:
Derechos clasificados como individuales (los únicos
tutelados por la sociedad capitalista), tales como la libertad de expresión y
de prensa, la supuesta igualdad religiosa, de géneros o étnica, la privacidad
de la correspondencia y comunicaciones o el derecho de reunión y asociación, son
gradualmente más denigrados y comprometidos […] La Unión Europea acelera la
adopción de medidas que disminuyen el poder adquisitivo de los obreros y otros
asalariados, que –desde 1957– enfrentan una de las etapas de mayor desempleo e
incertidumbre social, debido a la agudización del neoliberalismo. Las
desigualdades socioeconómicas provocan otros males, insalvables en los momentos
actuales, que van desde la precariedad –aún en los Estados más solvente– hasta
la proliferación del tráfico humano, la prostitución y la drogadicción, la
xenofobia o la represión contra las minorías y grupos más vulnerables, entre
otros47.
Andrés Piqueras ha hecho un listado de trece
medidas que muestra cómo desde 1971 se han impuesto medidas antidemocráticas
necesarias para liberalizar y dar alas al capital ficticio48 para
intentar recuperar la tasa de beneficios. Directa o indirectamente cada una de
las trece medidas impuestas que el autor expone, y que nosotros resumimos en
las siguientes, atacan a los derechos de los pueblos y clases explotadas:
1. 1971, fin de Bretton Wood; 1974,
se libera la especulación financiera; los años setenta se crean los paraísos
fiscales y los productos financieros derivados; fin de los años setenta,
Estados Unidos sube los tipos de interés para atraer inversiones, cubrir su
deuda y armarse.
2. Se privatiza casi todo lo público
y los servicios del Estado, los fondos de pensiones e inversiones se quedan con
los ahorros y jubilaciones. Los mercados financieros se erigen en el centro de
la economía.
3. La banca privada se reconvierte
hacia la gestión privada, la fusión de empresas, el mercado hipotecario e
inmobiliario. Los bancos centrales se independizan de los Estados que dependen
cada vez más del capital financiero transnacional, lo que aumenta sus deudas y
sus dependencias, perdiendo soberanía.
4. Hay contrarreforma fiscal a favor
del capital y se facilitan los contratos baratos y precarios. Se bombea la
renta hacia el mercado financiero y bancario. El capital ficticio crece
incontrolablemente49.
Los derechos de las mujeres son especialmente
atacados en todo el mundo por el simple hecho de que el feminismo es una fuerza
básica en la lucha de clases50 y
en las de liberación nacional51,
basándose en el soterrado machismo de la Declaración de 1948, cuestión
que estudiamos con insistencia. El ataque burgués a los derechos socialistas
tiene como uno de sus objetivos prioritarios destruir los derechos sindicales,
especialmente el de huelga porque, como explica X. Arrizabalo:
Este derecho democrático a la huelga concentra toda
la carga conflictiva propia de la sociedad capitalista. Como otros derechos, la
valoración que hacen de él los trabajadores y los capitalistas es antagónica.
Por una parte, para los trabajadores, es un elemento de presión al que pueden
recurrir en su lucha para mejorar sus condiciones laborales. Por otra parte,
para los capitalistas, es una amenaza a su posición privilegiada que exige una
ganancia suficiente. Pero hay algo más: la huelga muestra de la forma más clara
que sin los trabajadores no hay nada, no hay vida. Por tanto, supone también
una dimensión política e ideológica crucial al impulsar la concienciación de
los 52 de su poder53.
Valoración antagónica de derechos formalmente
válidos en su esencia tanto para explotadores como explotados: esto es lo que
muestra la experiencia histórica de la lucha popular y obrera por el derecho de
huelga. De nuevo afirmamos que para descubrir la naturaleza reaccionaria de los
«derechos humanos» burgueses es necesario estudiarla en su unidad y lucha de
contrarios, es decir, pensarla dialécticamente. Siguiendo a Raya Dunayevskaya
que afirma que «Marx fue capaz de demostrar cómo la desigualdad surge de
la igualdad del mercado»54,
la lucha social puede enseñar a cada obrera u obrero que el derecho burgués
oculta y refuerza la explotación humana, que la burguesía siente y entiende el
derecho de huelga como un ataque directo a su derecho de propiedad, y cuando
chocan estos dos derechos iguales y contrarios decide la fuerza, y
frecuentemente ganan los «derechos humanos de las oligarquías»55.
La igualdad del mercado permite y justifica que las
grandes corporaciones transnacionales y los Estados decidan sin control alguno
despilfarrar inconcebibles masas de capital en gastos militares que, a la
postre, son improductivos. La democrática igualdad de mercado impone aquí la
desigualdad de los derechos concretos de la población trabajadora. Antes de
seguir, hagámonos una idea del problema que tratamos al leer esta lista de
gastos militares contrasta con la lista de gastos sociales elaborada por P.
Núñez Mosquera:
Con 100 dólares puede comprarse un rifle; pero
también se pueden adquirir suficientes tabletas de vitamina A para prevenir la
ceguera de 3.000 niños de un año de edad.
Con 100 millones de dólares se pueden comprar 10
millones de minas terrestres; pero también se pueden adquirir vacunas para
inmunizar a 8 millones de niños contra seis enfermedades mortales en la
infancia.
Con 800 millones de dólares se pueden comprar 23
aviones de combate F-16; pero también se podría adquirir sal yodada durante 10
años para ayudar a 1.600 millones de personas a evitar trastornos por déficit
de yodo.
Con 2.400 millones de dólares se podría comprar un
submarino nuclear; pero también se podría fabricar instalaciones para el
suministro de agua potable y saneamiento a bajo costo para 48 millones de
personas.
Con 24.000 millones de dólares se podrían comprar
11 bombarderos a prueba de radar; pero también se podría garantizar la
educación primaria para 135 millones de niños que no están escolarizados56.
Dos derechos humanos irreconciliables, el de la
burguesía que necesita armarse hasta los dientes57 a
costa de la salud de la humanidad explotada y el de la humanidad explotada que
necesita invertir masivamente en salud y cultura a costa del desarme
capitalista. Volvemos a encontrarnos con esa totalidad concreta formada por la
propiedad, el Estado, la violencia y el derecho, y aunque cada una de las partes
de esa totalidad pueden ser estudiadas en su autonomía relativa, ninguna de
ellas será conocida en su realidad interna si la aislamos de las restantes, si
no la insertamos en ese todo superior y, a la vez, si no mantenemos este
segundo siempre en el interior de las contradicciones del modo de producción
dominante, el capitalista en nuestro caso.
Solo este método nos descubre que de la misma forma
en que «no existe “democracia pura”: existe democracia de la clase burguesa»58,
tampoco existe «derecho puro», sino derecho de la clase burguesa, dentro de la
cual están los empresarios. Decimos esto porque hablar solo de «derechos
empresariales» como opuestos a los «derechos humanos»59 a
secas, nos puede llevar a un nivel de abstracción en el que no aparezca
referencia alguna, ni siquiera en una corta frase cargada de contenido
sociohistórico, a la necesidad de oponer los derechos concretos de la clase
trabajadora a los derechos empresariales, y más precisamente, los derechos socialistas
a los derechos burgueses.
Una limitación como la aquí vista surge al
identificar «democracia» con «izquierda» sin aclarar lo suficiente qué
entendemos por ambos términos teniendo en cuanta lo arriba dicho sobre la
concatenación e interrelación de propiedad, Estado, violencia y derecho:
Debemos ampliar la democracia, también en las
instituciones donde estamos: en primer lugar, priorizar de manera estructural y
permanente la puesta en marcha de experiencias de democracia directa y
participativa allí donde sea posible, siendo importante el qué y el cómo,
y sin miedo al resultado: en última instancia, la democracia directa es en
sí un ejercicio de izquierdas; en segundo lugar, fomentar las herramientas de
la desobediencia civil activa (gran ejemplo de la juventud vasca en el Aske
Gune); en tercer lugar, y de manera estratégica, dedicar esfuerzos,
recursos y tiempo a la articulación con movimientos sociales, generando
espacios y agendas de confianza y entendimiento real. En definitiva, superar y
desbordar –antes de que nos desborde– los estrechos marcos de esta democracia
decadente, ofreciendo a la ciudadanía formas de democracia más emancipadoras.
La democracia es de izquierdas, reclamemos esta bandera60.
¿La lucha institucional debe encaminarse hacia la
conquista del poder estatal con miras a la futura autoextinción del Estado, del
derecho y de la propiedad? ¿La democracia directa debe buscar la recuperación
de empresas, locales y pisos? ¿La desobediencia activa debe reivindicar el
derecho a la autodefensa aunque decida no ejercerla? ¿Los movimientos sociales
son parte de la lucha de clases e independentista? ¿Sólo existe la
«ciudadanía»? ¿Qué «democracias más emancipadoras» existen o pueden existir, y
cómo desarrollarlas?
¿Y en Euskal Herria?
Una de las virtudes del método dialéctico es que
exige ser aplicado a sí mismo, exige la autocrítica como elemento constituyente
de la crítica radical de todo lo que existe. Esta exigente virtud es tanto más
necesaria e implacable cuanto que el pensamiento humano es en primer lugar acto
colectivo expresado de forma individual y, en segundo lugar, acción colectiva
contradictoria y cambiante que se muestra de forma individual. Cuando ese
pensamiento individualmente expresado se inserta en un colectivo organizado con
objetivos comunes, entonces el análisis crítico del pensamiento individual es
también crítica del pensamiento colectivo, pero con matices más o menos
secundarios.
La mayoría inmensa de los textos que vamos a
estudiar adolecen del mismo error que estamos criticando en las páginas
anteriores: aislar los problemas, estudiarlos en su quietud, no ir a la raíz
del capitalismo limitándose a describir algunas formas de su superficie… Por
ejemplo, determinadas fuerzas políticas plantean ahora «rescatar el Estado»
para emplearlo como instrumento de liberación, sin siquiera recordar los
clásicos debates al respecto que llenan la historia del socialismo utópico, del
anarquismo, del socialismo y del marxismo:
Cuando se hace referencia a rescatar al Estado, nos
estamos refiriendo a cómo lograr que el Estado sea un agente activo a favor del
cambio. Raul Zelik reconoce que en un principio era bastante escéptico ante
este reto, y termina reconociendo que el atraer al Estado a favor de la
transformación social permitió abrir un abanico de posibilidades alrededor de
unas políticas públicas de contenido social. También ayudó a la democratización
de la sociedad61.
Pero esta perspectiva también tiene sus riegos y
contradicciones, que Zelik resume en cuatro: populismo de Estado, Estado
rentista, Estado clientelar y Estado burócrata. En ningún momento profundiza en
el carácter de clase del Estado, o al menos la persona que ha resumido su
intervención no lo expone, pero esta persona sí dice que «la democracia no es
en absoluto una construcción burguesa, como se critica desde algunos sectores
marxistas. Esta es una crítica equivocada según Zelik. La democracia siempre
fue una conquista de movimientos populares, de obreros, de luchas de mujeres en
contra de las elites. La democracia es pues una construcción popular»62.
La mixtura de abstracción y ambigüedad –¿qué es la
«transformación social»?– que sustenta a estos dos párrafos es incompatible con
las tesis centrales del texto que aquí presento, como se apreciará durante su
lectura. También lo es la mezcolanza de términos como procesos constituyentes,
socialismo, buen vivir, poder popular, interés comunal, etcétera, que se
realiza en la cita que sigue:
Uno de los planteamientos que hace EH Bildu precisamente
es el de los procesos constituyentes, más de uno. El planteamiento del proceso
constituyente precisamente viene del socialismo del buen vivir y lo que viene a
decir es que cada uno de nosotros tendremos que decidir cómo queremos
gobernarnos, con quienes queremos hacerlo y que tipo de relaciones queremos
tener con los demás. Con lo cual, esa es uno de la primeros planteamientos que
queremos defender en las instituciones. La construcción del poder popular es
precisamente el eje del cambio. Tenemos que pasar de la concentración del poder
político en muy pocas manos, a defender el interés comunal. Esa es una de las
partes también que tiene que ver con cómo regulamos los procesos
participativos, cómo de vinculantes tienen que ser las decisiones que se toman
en comunidad y cómo todo eso se tiene que llevar a las instituciones. Las
instituciones no pueden ser la punta de lanza, pero siempre tienen que estar
al servicio del pueblo. Tampoco el pueblo va a ser igual de efectivo si no
tenemos las instituciones para proyectar sus demandas. Lo mismo que apuntábamos
antes, en este caso también, cuanto más seamos, y más representación
institucional tengamos, y cuanto más coordinadamente funcionemos con el pueblo
será mejor. Ese es el planteamiento institucional que queremos llevar adelante63.
Como se aprecia a simple vista, no existe nada que
conecte internamente la variopinta terminología empleada, y que, a nuestro modo
de ver, no es otra cosa que esa totalidad concreta formada por la propiedad, el
Estado, la violencia y el derecho, totalidad inserta en otra superior, el modo
de producción dominante. Hablar de «socialismo del buen vivir» puede sugerir
algunas ideas sobre por dónde va el mensaje, pero también puede sugerir otras
muy diferentes, opuestas o contrarias. Aparte de esto, en ninguno de los
desarrollos expositivos de lo que significan los términos de
desmercantilización, desmaterialización y descentralización que aparecen en el
título, en ninguno de los tres se investigan sus relaciones con la propiedad
burguesa de las fuerzas productivas, aunque se plantea la necesidad de salir
del mercado con otras formas de intercambio, pero en modo alguno se cuestiona
la propiedad privada a pesar de que se cita la palabra «socialismo».
En situaciones peligrosas para su dominación y
antes de recurrir a sucesivos grados de ascensos la violencia terrorista de su
Estado, la burguesía puede aceptar unos «derechos humanos» laxos e imprecisos
que no entren en radical conflicto con formas suaves de la desmercantilización,
desmaterialización y descentralización, siempre que queden suficientemente
aseguradas para ella su propiedad y su Estado. Únicamente cuando esas consignas
son practicadas dentro de una estrategia tendente a la desaparición de la ley
del valor y a la extinción del trabajo abstracto, sólo entonces la desmercantilización,
la desmaterialización y la descentralización adquieren su potencial
revolucionario siendo por tanto inaceptables por el capital.
Otra perspectiva del problema, con la que estamos
más de acuerdo, es la que nos ofrece Antoni Aguiló al proponer cuatro prácticas
contra los derechos abstractos, descolonizarlos, despatriarcalizarlos,
desmercantilizarlos y democratizarlos64.
Aunque el orden de exposición no corresponde a nuestro entender al orden
lógico-histórico de superación de los derechos burgueses en la medida en que
paralelamente se desarrollan los derechos socialistas como antesala de su
definitiva extinción, junto al Estado, no por ello deja de ser muy acertada la
propuesta del autor. Para nosotros, el orden es: democratizarlos,
descolonizarlos, desmercantilizarlos y despatriarcalizarlos, partiendo del
hecho innegable de que la lucha ha de ser simultánea e interactiva.
Una de las características del capitalismo es la de
intensificar la expropiación de tierras y bienes comunales, de toda clase de
recursos privatizándolos e integrándolos de mil modos en el proceso de
producción de ganancia, algo ya sabido por Marx en una época tan temprana como
1842 cuando defendió el llamado «derecho consuetudinario» de los pueblos para
utilizar en su provecho los «bienes comunes» a los que nos hemos referido
anteriormente, es decir, el derecho de los pueblos para utilizarlos en
beneficio propio, condenando su privatización y oponiéndose a la represión de
quienes recuperaban bienes comunes privatizados65.
En realidad, aquí radica el problema básico del territorio, de la propiedad de
la tierra y, además de la productividad del trabajo y el aumento de la
ganancia, también y sobre todo de la acumulación ampliada de capital.
Ahora mismo en Euskal Herria y en los Països
Catalans, y cada vez más en Galiza, se debate con más ahínco sobre cómo avanzar
hacia un Estado propio. No hay duda que la conquista de los derechos humanos
concretos es inseparable de la independencia estatal, y más aún en el grado ya
irreversible de centralización del poder de clase en la Unión Europea y en los
Estados español y francés. Hoy defender los derechos humanos progresistas,
revolucionarios es luchar por la independencia nacional de clase de los pueblos
trabajadores, mientras que defender los derechos burgueses es defender la Unión
Europea y el imperialismo. Pero es en la históricamente decisiva cuestión de la
propiedad de la tierra desde las primeras ciudades-Estado sumerias, en donde se
descubre la absoluta fatuidad del discurso que se realiza en la gran mayoría de
textos de la izquierda abertzale.
Si leemos el capítulo titulado «Los nudos de la
territorialidad» que contiene tres textos escritos por Iñaki Esnaola, Eneritz
Zabaleta y Floren Aoiz, En ninguno de ellos se intenta siquiera recordar que
existe la propiedad capitalista de la tierra, del territorio como base
imprescindible para la explotación asalariada, la producción de plusvalía y la
acumulación ampliada del capital. De los tres artículos, el de Floren Aoiz es
el que más esperanzas suscita por su título un tanto autocrítico pero el que
más defrauda por su vacuidad, decepción total sobre todo cuando da a entender
que analizará la vertiente socioeconómica de la territorialidad desde la
«lógica de la construcción de la estatalidad»66 pero
a continuación no dice ni una sola palabra sobre la base territorial del
desarrollo socioeconómico y menos aún sobre las decisivas formas de propiedad
de la tierra67.
Un programa estratégico de construcción de la
territorialidad nacional debe tener siempre en cuenta el inevitable choque de
derechos opuestos de la propiedad de la tierra que se dará tarde o temprano
siempre que la lucha independentista no se desinfle: por una parte, el derecho
de la nación que quiere estatalizarse y, por la parte contraria, el derecho del
Estado ocupante que mediante su superior fuerza invasora impone su derecho de
propiedad. Prepararse para esta inevitabilidad que aquí ni siquiera ponemos a
debate, exige una serie de pasos de los cuales citamos el primero, responder la
cuestión de quién es, qué clase social es la propietaria de ese territorio
ocupado que la nación oprimida quiere recuperar; y en esta decisiva cuestión
previa a cualesquiera reflexiones ulteriores de nuevo chocamos con el vacío. Ni
Naroa Iturri ni Iñaki Soto se la plantean a Hasier Arraiz en la única pregunta
que le hacen sobre la territorialidad, tema al que «se le ha dado mucha
importancia»68,
en una larga, aterciopelada y cómoda entrevista realizada para su mayor
lucimiento, pero es que tampoco Hasier Arraiz se aventura a entrar en esa
cuestión que le llevaría al instantáneo choque frontal con la burguesía y sus
Estados español y francés.
Llegados mediante esta respuesta al punto primero,
el de «identificar al enemigo», si se
permite la expresión, debemos pasar a una
segunda: ¿cómo enlazar el avance hacia el Estado vasco con el avance en los
derechos humanos concretos y en la «democracia popular», término al que luego
volveremos? Sabino Cuadra nos responde que radicalizando la democracia:
·
La
democracia no debe ser solo electoral sino también social. Hay que descender a
todos los espacios de la vida pública. Para lograrlo propone tres mecanismos a
desarrollar:
·
Apostar
por un modelo más municipalista, con mucha base y poca altura. En el que los
poderes estén más cercanos, participados y controlados. Es necesario crear una
democracia transparente y abierta a la participación.
·
Una
democracia en la que no solo se pueda elegir sino revocar a la gente.
·
Aplicar
la práctica de la consulta y el referéndum. Que esta práctica no sea algo
utilitario para utilizarlo sólo cuando interesa. Deberá ser una práctica
integrada en lo que es el funcionamiento normal de las instituciones y de la
propia sociedad69.
La ideología burguesa de los «derechos humanos» va
unida a la democracia abstracta. Por esto son de agradecer aportaciones como
las de Sabino Cuadra que van más allá del tópico de la democracia. Sin embargo,
su aportación se limita a una parte del problema y no precisamente la decisiva.
No debemos extrañarnos de ello: muchas izquierdas se mueven en las mismas
limitaciones aunque también planteen como urgente una radicalización de la
democracia, pero lo restringido de su enfoque les lleva al cuestionamiento
sutil del derecho a la autodeterminación70,
error en el que no cae Sabino Cuadra, sino al contrario, que quede claro.
Como veremos en el texto que presentamos, los
derechos burgueses y la democracia liberal unida a ellos operan exclusiva y
formalmente en el área o fase de la circulación del proceso productivo, social,
en su totalidad: producción de mercancías, circulación en el mercado y
realización de la ganancia. De los tres, el vital es el primero, en el que
mediante la explotación de la fuerza de trabajo se produce el valor que luego
ha de materializarse en plusvalía y luego en ganancia capitalista que necesita
ciegamente ampliar su acumulación, dicho muy sintéticamente.
La democracia burguesa actúa solo en la fase de la
circulación de las mercancías, en la vida mercantil, contractual, en la que el
valor de cambio lo domina absolutamente todo y por ello el voto y el derecho
individual son siempre medidos por su precio, por su valor de cambio, en
dinero, en suma: quien más capital tiene –sin precisar ahora la diferencia
entre dinero y capital–, más derechos y más votos tiene, es más libre. En la
civilización del capital, la ética, el arte y la libertad viven felices y hasta
filosofan sobre «derechos humanos» en la cuenta corriente del banco, pero son
producidas en el interior de la explotación humana, infierno en el que tienen
prohibida la entrada los derechos humanos concretos y la democracia popular.
Según la dialéctica marxista, la radicalidad es
bucear hasta la raíz de las cosas, descubrir en ellas las contradicciones que
luchan en su interior e intervenir en ellas para, en la medida de lo posible o
de lo probable, dirigir su automovimiento hacia los objetivos de liberación. Al
hablar de automovimiento queremos decir que la praxis humana debe llegar a ser
parte consciente del movimiento interno de las contradicciones, debe pensar y
actuar en el interior mismo de la unidad y lucha de contrarios.
Desde esta perspectiva, radicalizar la democracia
–y los derechos– consiste no solo en municipalizarla, en extenderla a lo
«social», aproximarla a la vida cotidiana, instaurar la revocación popular de
las personas elegidas, practicar el referéndum y la consulta populares
–¿vinculantes?–, llegar a todos los espacios de la «vida pública» y de la
«normalidad» de la vida institucional…; radicalizar la democracia, como
decíamos, no solo consiste en esto, sino fundamentalmente en algo más esencial,
en llegar a la raíz de la explotación y acabar con ella desde dentro,
necesidad imperiosa que Sabino Cuadra omite, peor aún, el básico concepto de explotación
no aparece en ninguna parte del texto, sino que las frases sueltas que en
él aparecen y que podrían sugerir algo parecido a la realidad objetiva del modo
de producción capitalista, esta posibilidad se difumina al leer el modelo
económico propuesto:
Debemos alejarnos del desarrollismo actual. La
economía a construir deberá estar basada en lo cercano, en lo próximo,
integrada, que vaya creciendo desde abajo hacia arriba. Una economía asentada
en la soberanía alimentaria, en la soberanía energética. Una economía de
hermanamiento con la tierra71.
Las buenas intenciones aquí presentadas las
asumimos todas y todos; y si se mantiene su alta abstracción pueden usarlas
propagandísticamente sectores de la pequeña y hasta mediana burguesía local
según los contextos sociopolíticos que les permitan explotar de manera
«democrática» a eso que llaman «ciudadanía». Podríamos hablar también de las
corrientes burguesas que glorificaban a finales del siglo XX el «desarrollo
económico local, regional y estatal en un mundo de producción en red»72,
etc., minusvalorando la supeditación al poder omnívoro del capital
transnacional, poder ubicuo mientras su dominación no sufre menoscabo pero
brutalmente destructor, palpable y directo cuando es contestado por los
pueblos.
Es entonces cuando las buenas intenciones han de
optar en la práctica para enfrentarse o no a la propiedad capitalista, a su
Estado y a sus violencias. Por ejemplo, una economía de hermanamiento con la
tierra es al final imposible si esa tierra no es recuperada por el pueblo que
la habita, si no es expropiada a las gigantescas agro-industrias y a las
grandes transnacionales minero-energéticas, o en todo caso, como en Euskal
Herria, si no poseemos independencia financiera cosa absolutamente imposible
dentro de la Unión Europea73,
por lo que volvemos al dichoso problema de las formas mutuamente excluyentes de
propiedad y de los derechos que cada una de ellas genera. Hay que saber que la
tendencia ciega capitalista es la de comprar y/o privatizar74 mediante
la intervención del Estado la mayor cantidad posible de tierras de campesinos
empobrecidos y/o de tierras públicas o comunales, siguiendo una planificada
política de despojo75 de
los territorios.
Llevamos tiempo malviviendo en un contexto así, lo
que está suponiendo un retroceso dramático en los derechos concretos aunque la
apariencia formal de la «democracia» se mantiene más sólida de lo que creemos
como el sistema más eficaz de dominio, entre otras razones debido a la
capitulación ideológica de la izquierda institucional76.
Pero no es este el sitio ni el momento para hacer una crítica sistemática de
los efectos prácticos de la ideología expuesta por la mayoría de los textos que
aquí citamos y que exponen el ideario de una parte de la izquierda abertzale.
Nos limitamos a recomendar la lectura de dos
editoriales del diario Gara, que se destacan por reforzar aún más su
línea editorial centrista e interclasista. En la primera se defiende una
estrategia explícita de reforma gradual sin forzar el orden vigente, intentando
racionalizar la autoderrota de Syriza para ver de aplicar en Euskal Herria una
estrategia parecida77.Y
la segunda, que trata de las «relaciones de la izquierda con la policía»,
relaciones que se definen como «tortuosas» (sic), se abandona totalmente
la tradición socialista o en todo caso democrático-radical de la izquierda
independentista que siempre ha exigido la depuración de las fuerzas represivas,
su salida de Euskal Herria y otras medidas urgentes78.
Sí existen otros sectores de la izquierda abertzale
que profundizan más en la problemática del derecho, propiedad, Estado y
violencia como totalidad concreta que exige un estudio integral que respete la
evolución relativa de cada uno de sus componentes como su supeditación última a
otra totalidad superior, la del modo de producción dominante, en nuestro caso
el capitalista. Solo como un ejemplo muy reciente tenemos a disposición el nº
256 de la revista de Herria 2000 Eliza dedicada al mismo tema.
Tendrán mucho que hacer los lingüistas para hacer
del euskera la lengua propia y oficial; los juristas para adecuar nuestro
cuerpo legal a las realidades contemporáneas; los artistas para desarrollar
nuestras diferentes competencias y sensibilidades culturales; los economistas para
orientar la gestión de nuestros recursos en claves solidarias, socialistas y
actuales; los ecologistas, para seguir defendiendo nuestra tierra con la misma
pasión que sus predecesores; los ecumenistas, para hacer del nuestro un Estado
sin inquisidores, abierto a todos los cultos, creencias o increencias.
Pero sobre todo, y como siempre, el principal
protagonista de esta aventura restaurativa será nuestro pueblo. Haciendo honor
a su etimología, será el principal garante de un Estado auténticamente democrático
en el que no quepan las desigualdades y quepan quienes quieran,
respetuosamente, incorporarse a nuestra marcha79.
Y con un contenido más directo y amplio, Gabriel
Ezkurdia sí precisa lo irreconciliable de la dominación del opresor que se
disfraza bajo el autocalificativo de «nosotros los demócratas», con la
democracia del pueblo oprimido. Estudia el desarrollo del capitalismo y de la
desregulación financiera, etc., advirtiendo que «no debemos olvidar que ni el
Estado unionista totalitario español, ni el capitalismo internacional que ha
involucionado de modo brutal radicalizándose en sus objetivos de expolio en eso
que llaman “crisis”, se van a rendir por los votos o por las mayorías. La
esencia antidemocrática de estos garantiza que nunca aceptarán por las buenas
el dictado democrático popular»80.
En cuanto al llamado «derecho al trabajo», el autor explica que tras la feroz
ofensiva capitalista, ocurre que: «Así asumimos que el derecho al trabajo se
convierte en un privilegio, y que es mejor el trabajo precario que no tener
trabajo… De la “lucha de clases” pasamos a la “lucha en la clase”:
Fijos contra temporales, funcionarios contra interinos, autónomos laborales
contra precarios, becarios contra parados…»81,
concluyendo así:
Toda reforma socialdemócrata de lo existente tiene
fecha de caducidad: la decide El Gran Capital, de ahí que lo obvio sea que la
única vía de emancipación democrática para construir una democracia real es el
socialismo.
Porque no existe democracia sin socialismo y no
existe socialismo sin conciencia de clase lo mismo que no existe nación sin
conciencia nacional. Ahí está la clave82.
Para concluir, leamos los títulos de los capítulos:
1. Dialéctica del trabajo
2. Hasta Marx y Engels
3. Desde Marx y Engels
4. Los Grundrisse
5. El capital
6. Fin del derecho
7. La Declaración de 1948
8. Vivienda, Corán y Biblia
9. Utilizando el derecho burgués
10.
Avanzando
al derecho socialista
11.
Contraofensiva
imperialista
12.
Se
endurece la contraofensiva imperialista
Iñaki Gil de San Vicente
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