30-11-2015
El fin
del ciclo progresista implica la disolución de las hegemonías y el comienzo de
un periodo de dominaciones, de mayor represión contra los sectores populares
organizados. Hasta ahora hemos venido comentando las causas del fin del ciclo;
ahora habrá que empezar a comprender las consecuencias, tremendas, nada
halagüeñas, demoledoras en muchos casos.
La reciente elección de Mauricio Macri como
presidente argentino es un giro derechista que está llamado a encender la llama
del conflicto social. La respuesta de la redacción del diario conservador La
Nación a un editorial que defiende abiertamente el terrorismo de Estado es
una muestra de lo que se viene, pero también de las resistencias que deberá
afrontar el proyecto de la derecha tradicional.
No estamos ante un retorno a la década de 1990,
neoliberal y privatizadora, porque los de abajo están en otra situación, más
organizados, con mayor autoestima y conocimiento del modelo que sufren y, sobre
todo, con mayor capacidad de enfrentar a los poderosos. Las experiencias
colectivas no suceden en vano, dejan huellas profundas, saberes y modos de
hacer que en esta nueva etapa jugarán un papel decisivo en la necesaria
resistencia a las nuevas derechas.
El periodo que se abre en toda la región
sudamericana, donde el presidente Rafael Correa ya anunció que no aspira a su
relección, será de mayor inestabilidad económica, social y política; de
injerencia creciente del militarismo del Pentágono; de nuevas dificultades para
la integración regional, que ya atravesaba serias dificultades; de deterioro de
las condiciones de vida de los sectores populares, cuyos ingresos comenzaron a
erosionarse en los dos últimos años.
En este nuevo clima, encuentro algunas cuestiones
centrales:
La primera es que no habrá fuerzas políticas
capaces de gobernar con un mínimo consenso, como el que habían conseguido los
gobiernos progresistas en su primera etapa. No habrá consenso en gobiernos como
los de Macri; pero conviene recordar que la hegemonía lulista se quebró bajo el
segundo mandato de Dilma Rousseff, así como bajo los gobiernos de Tabaré
Vázquez, Correa y Maduro, aunque las causas son distintas.
Cuando se desvanece la hegemonía, se imponen las
lógicas de la dominación, lo que nos lleva directamente a la exacerbación de
los conflictos de clase, género, generación y raza-etnia. La triada
dominación-conflictos-represión afectará (ya está afectando) a las mujeres y
los jóvenes de los sectores populares, principales víctimas del viraje
sistémico a la derecha.
La segunda cuestión a tener en cuenta es que el
modelo económico-político es más importante y decisivo que las personas que lo
conducen y administran. En las izquierdas aún tenemos una cultura política muy
centrada en caudillos y dirigentes, que sin duda son importantes, pero no
pueden ir más allá de los límites estructurales que les impone el modelo. El
extractivismo es el gran responsable de la crisis que atraviesa la región, de
la erosión que sufren los gobiernos y, en resumidas cuentas, es la razón de
fondo que explica el viraje a la derecha de las sociedades.
A diferencia del modelo de industrialización por
sustitución de importaciones, que generaba inclusión y promovía el ascenso social,
el actual modelo extractivo genera polarización social y económica, genera
conflictos por los bienes comunes y destruye el medio ambiente. Por lo tanto,
es un modelo que genera violencia, criminalización de la pobreza y
militarización de las sociedades y los territorios en resistencia.
La incapacidad de los progresismos para salir del
modelo extractivo y la expresa voluntad de las nuevas derechas de profundizarlo
auguran tiempos de dolor para los pueblos. La reciente tragedia en Mariana
(Minas Gerais) por la rotura de dos represas de la minera Vale, que provocó un
gigantesco tsunami de lodo que está arrasando sembrados y pueblos
enteros, es una pequeña muestra de lo que nos aguarda si no se pone coto al
modelo minero-soyero-especulador.
En tercer lugar, el fin del ciclo progresista
supone el retorno de los movimientos antisistémicos al centro del escenario
político, del que habían estado apartados por la centralidad de la disputa
entre los gobiernos y la oposición conservadora. Pero los movimientos que se
están activando no son los mismos, ni tienen los mismos modos de organizarse y
de hacer, que los que protagonizaron las luchas de los 90.
El movimiento piquetero ya no existe, aunque dejó
profundas huellas y enseñanzas, y un sector organizado que trabaja en las
villas en las grandes ciudades, con iniciativas de nuevo tipo como los
bachilleratos populares y las casas de las mujeres. Los movimientos campesinos,
como los Sin Tierra, han sido transformados por la expansión geométrica de la
soya, pero surgen nuevos sujetos, más complejos y diversos, donde participan
vecinos de pueblos afectados por la minería o los agrotóxicos, y una amplia
gana de profesionales de la salud, la educación y los medios.
La impresión es que estamos asistiendo a nuevas
articulaciones, sobre todo en las grandes ciudades, donde las demandas de más
democracia e igualdad desbordan los cauces de los partidos y sindicatos, pero
también de los movimientos de la década neoliberal privatizadora.
Por último, el ciclo progresista debe saldarse con
un análisis sereno de los errores cometidos por los movimientos. Sería
desmoralizante que en el próximo ciclo de luchas se repitieran los mismos
deslices que han afectado la autonomía en estos años. Es probable que la
dificultad mayor a enfrentar consista en saber adecuar la doble actividad de
los movimientos: la lucha contra el modelo (la defensa de los espacios propios,
la movilización y la formación) y la creación en cada nivel posible de lo nuevo
(salud, producción, techo, tierra, educación).
Mientras la acción de calle nos permite detener las
ofensivas del arriba, las creaciones nuevas son pasos en la autonomía. Son los
modos que aprendimos para continuar navegando en las tormentas.
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