El poder
siempre
tiende a abusar, a excederse.
José Saramago,
portugués,
premio Nobel de literatura
1998.
El
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dictador desconfiaba de todos; no
amaba a nadie ni tampoco lo amaban a él.
Pero, eso sí, se amaba a sí mismo; su autoestima devino en
egolatría. Dormía poco y trabajaba
mucho. Los pobladores del país que
gobernaba se sentían vigilados y empequeñecidos; le temían al dictador. Algunos
ciudadanos se exilaron para salvar sus vidas
Sin embargo, el dictador también temía, soterradamente,
ser asesinado o defenestrado del poder por una rebelión popular. Como medida de prevención otorgó amplios
poderes y recursos a su servicio de espionaje y a su asesor en seguridad; quien
en época anterior había sido dado de baja de las Fuerzas armadas.. Era su nexo con el ejército y los poderes del
Estado. Le resolvía los problemas al
dictador y ejecutaba los operativos cruentos contra los opositores reales o
imaginarios.
El dictador vivía aislado del pueblo en un búnker de las Fuerzas Armadas; lo
acompañaban su esposa y sus hijos.
Perdió el cariño de su esposa cuando ella dejó de ser una persona sumisa
al denunciar un acto de corrupción cometido por la familia de su esposo. La ayuda humanitaria recibida del Japón, no
llegaba a los pobres. De haberse
convertido en mascota de su esposo, habrían sido una pareja eterna. Pero eso no sucedió.
Entonces, el dictador la mantuvo incomunicada y con la
asesoría de un psiquiatra sin escrúpulos, le indujo una esquizofrenia. Ella, en un momento de lucidez huyó del búnker y luego, de una terapia
psicológica, se divorció. En esas
circunstancias, sus dos menores hijos, una adolescente y un niño, no
acompañaron a su madre; optaron por quedarse con su poderoso padre.
El dictador disponía y se enriquecía del erario nacional
como si fuera su patrimonio propio. Con
ese dinero compraba conciencias y si alguien se le oponía y era insobornable,
corría el riesgo de aparecer cadáver en algún basural de la ciudad o ser
secuestrado y confinado en una cárcel clandestina. El dictador era la ley.
También utilizaba a las Fuerzas Armadas a su antojo, las
transformó en mercenarias; bajo su jefatura la doctrina institucional se
perdió. Esas Fuerzas Armadas fueron el
soporte principal de su permanencia en el poder del Estado.
Urdió una red mafiosa. Le obedecía a ciegas el presidente
de la corte suprema, la fiscal de la nación, el presidente del congreso, la mayoría
parlamentaria, el obispo, el ministro de economía y otros altos directivos de
instituciones estatales. Acudían a su
despacho los mayores accionistas de la banca extranjera y los magnates de las
grandes empresas para obtener concesiones y franquicias. Se relacionaba con las personas en función de
acrecentar su poder o mantenerse en él.
¿Quién iba a creer que el dictador, rodeado de
turiferarios y que aparecía publicitado en todos los medios de comunicación y
cuya foto aparecía en todas las instituciones públicas, se sentía solo y sin
amigos? Sin embargo, no cayó en la
depresión ni en la adicción a las drogas; tampoco buscó refugió en la religión.
Ni adoptó como mascota a un gato o un perro; más bien eligió al menor de sus
hijos para proyectar en él su amor a sí
mismo. De esta manera, lograba sedar sus
ansiedades y tensiones provocadas por su afán de mantenerse en el Poder a
cualquier precio.
Mientras su
hijo fue niño le compró todos los juguetes que le reclamara; y fueron muchos, pues su hijo como todo niño era vulnerable a la
publicidad y se convirtió en víctima de la sociedad de consumo; es decir con
insatisfacción permanente y con un padre de gran poder adquisitivo. El niño vivió rodeado de toda clase de bienes
materiales gracias al “amor” que le profesaba el dictador.
Los juguetes abarrotaban el dormitorio de la
mascota. Había que abrirse paso para
ingresar a él. La servidumbre estaba
cansada de tanto levantar los juguetes desperdigados en el suelo por toda la
casa. En el búnker habían dispuesto
un gran almacén para depositar los juguetes que ya no le llamaban la atención y
que tampoco estaba dispuesto a obsequiárselos a sus primitos pobres. Cuando ellos lo visitaban, tenían que
soportar sus caprichos y exhibicionismo para acceder a los juguetes y a la
piscina.
Aunque tenía una insatisfacción permanente, su juguete
preferido era Chucky, el muñeco
diabólico. Todas las mañanas al
levantarse de su cama se miraba en el espejo de su dormitorio con la esperanza
de parecerse a Chucky. Coleccionaba obcecadamente todo lo que se
asociaba a Chucky; videos, carteles,
estatuillas; sus polos y mochila con estampados de Chucky. Los carteles del
muñeco Chucky ornaban su
dormitorio. Usaba un pendentif y la hebilla de oro de su correa con la figura de Chucky en alto relieve. Frente al inodoro pegó un poster de Chucky para mirarlo cuando
defecaba. Chucky estaba presente hasta en la sopa, pues en los fideos y en el
fondo del plato aparecía la figura de Chucky.
Chucky, el
muñeco diábolico
El pendentif le servía como amuleto para hacer travesuras. Su travesura preferida era tomar furtivamente
cualquier cosa que se le antojara fuese de quien sea y esconderla. Luego, mantenía el pedentif apretado en su
mano y gozaba interiormente cuando veía el revuelo que causaba por el operativo
infructuoso de hallar el objeto “perdido”. Si remotamente sospechaban de él y lo
interrogaban, respondía con plena convicción que no sabía nada. Hasta podía engañar al sensor de un detector
de mentiras.
Los regalos al hijo no
eran para conjurar el sentimiento de culpa por no tener tiempo para jugar con
su hijo; pues, no lo sentía. Su
finalidad real era seducir y cautivar al niño para llenar un vacío existencial,
pues, nadie lo quería. Su interés
supremo era acrecentar su poder y mantenerse en él utilizando a quien sea. No tenía principios morales. Porque de
haberlos tenido, habría sentido, al menos, un atisbo de sentimiento de culpa.
El dictador todopoderoso e inflexible, accedía,
irrefrenablemente a todos los caprichos y apetencias de su hijo, mientras lo
utilizaba. Y esto lo llegó a saber el
niño para chantajearlo emocionalmente; pero no por eso era libre. Vivía en absoluto cautiverio. Se estableció tácitamente, entre ellos, un
intercambio de servicios.
El dictador tenía muchas tensiones y poco tiempo para
evacuarlas; razón por la cual, algunas veces viajaba con él y lo llevaba a
lugares impropios para un niño: sesiones
del consejo de ministros o reuniones con sus asesores. Era impertinente en las
conversaciones de adultos, pero lo “toleraban”.
Todos sabían que era la chochera de su padre.
El hijo del dictador se criaba aislado de otros niños en
el búnker y le asignó como nana a un
comandante de las Fuerzas Armadas para que lo cuidara especialmente en su
ausencia ante un posible atentado personal.
Ese comandante fue el compañero de su niñez y a quien el niño, tal vez
le brindó un cariño desinteresado. Ese
comandante había sido adiestrado para obedecer y para sobrevivir en situaciones
extremas; por eso sobrevivió a la convivencia con el hijo del dictador.
El dictador se sentía feliz y llegaba al orgasmo
emocional cuando su hijo sobreactuaba para expresarle cariño. El niño modulaba su voz tiernamente y apapachaba con abrazos al dictador y le
preguntaba qué regalos le había traído; el dictador siempre le traía regalos...
Así como el niño expresaba “ternura”; también, con suma
facilidad lanzaba alaridos de llanto y súplicas interminables al encapricharse
para obtener cualquier cosa que le fuera negada. Esos alaridos y súplicas aterrorizaban al
dictador, le causaban pánico. El
dictador terminaba accediendo incondicionalmente a los caprichos de su
hijo.
¡Qué tal paradoja!
El sanguinario dictador, que presenciaba impertérrito con una sonrisa
asimétrica la tortura de sus opositores y escuchaba placenteramente los gritos
de dolor, se desestabilizaba con los alaridos y el llanto de su hijo, no los
podía soportar. Pero, no solo él; sino
todos los que habitaban el búnker. Tal
agudeza e intensidad tenían sus llantos y su temperamento histérico que hasta
el sólido búnker vibraba como si
fuese de cristal. Esta arma poderosa la
había descubierto desde pequeño y con ella manipulaba para conseguir sus
objetivos. Si alguien “osaba” corregirlo
porque se hartaba de sus triquiñuelas, lo calumniaba ante su padre y caía en
desgracia o era despedido de su empleo.
Varias institutrices renunciaron o fueron despedidas.
Sin embargo, una institutriz solterona, de origen alemán,
vestida con austeridad y sin cosméticos, como si fuera una monja laica, no
renunció como las que la antecedieron y se impuso al hijo del dictador luego de
alzarlo de los pelos y tironearlo con fuerza como si fuera una marioneta. Sorprendido y aterrado no la acusó ante su
padre y obedeció las indicaciones de la institutriz. Ante su presencia no pisaba los finos tapices
de los muebles de la sala ni se sentaba encima de la mesa del comedor; tampoco
esparcía la comida en el suelo. La
institutriz permanecía solo unas horas en el búnker; pero en su ausencia, reincidía. No se corrigió; si no que se transformó en un
empedernido y peligroso simulador.
El poderoso dictador, además de no soportar el llanto de
su hijo, tenía otra debilidad. Una fobia
histérica. Cuando se aparecía en la
cocina una pequeña y humilde hormiguita que se había perdido en su errático
caminar; él era el único que la descubría y entraba en pánico; inmediatamente,
enviaba al sanguinario comandante de la armada peruana Luigi de la Gran Rocca,
jefe de las Fuerzas Operativas especiales, con un lanzallamas para que la mate
y ordenaba establecer un puesto de vigilancia entre la cocina y el jardín
contiguo para evitar el ingreso de otro insecto rastrero.
Cuando el niño empezó la adolescencia y le despertó el
instinto sexual; le pidió a su papá que le regale una perra y empezó a tratar
de copular con ella. En vista de lo
ocurrido, el dictador citó al búnker
a Haydée, vedette de la farándula limeña
para que iniciara sexualmente a su hijo
y “se hiciera hombre”. Años después,
Haydée reveló que al hijo del dictador al principio no hablaba, le temblaban
las piernas, estaba sudoroso y con su miembro viril flácido. Ella le quitó la
ropa y con su gran talento musical le tocó la flauta dulce, cual faquir de la
India con la cobra; de esa manera logró convertir en ariete, lo que antes era
el sexo de un inocente querubín.
Entonces, le dijo para hacer la posee del Gatito. Él respondió que no sabía. Ya en pleno combate placentero, obtuvo
el orgasmo, lanzó gritos de alegría. Lo
escucharon los perro del jardín vecino y empezó a ladrar desaforadamente. Haydée, versada en estos menesteres, tuvo el
tino de no taparle la boca. Tiempo
después, Haydée se ufanaba de haber hecho debutar al hijo del dictador.
El dictador estaba orgulloso de su hijo. Lo creía competente para resolver cualquier
asunto. Le atribuyó, cuando tenía 13
años de edad, el éxito del operativo de las Fuerzas Armadas que rescató a los
rehenes de una embajada; mientras se disputaban la autoría Alí Babarata, su
asesor en asuntos de seguridad y el comandante general de las Fuerzas Armadas,
llamado “El General victorioso”. Tal era
su sentimiento de orgullo por su hijo, que si en una reunión alguien, de
casualidad, mencionaba el nombre de su chochera, el dictador se salía del
contexto de la conversación y se lanzaba en una perorata interminable referida
a las bondades de su hijo
Sin embargo, esa “maravilla” de adolescente tenía un bajo
rendimiento escolar. Para subsanar esa
situación, el dictador designaba a algunos de sus ministros para repasarle
algunos cursos en el búnker. Para el curso de anatomía, ministro de salud;
para botánica, ministro de agricultura y así sucesivamente. El alumno de botánica, empujó sorpresivamente
a la piscina a su maestro, el ministro de agricultura.
En el colegio, sin la
protección de su padre y del séquito de guardaespaldas, era tímido y desatinado;
los compañeros de aula se mofaban de él.
Por tal motivo, el dictador le contrató un profesor de artes marciales
para que se hiciera respetar.
Las travesuras
continuaron. En una sesión del consejo
de ministros le puso corriente eléctrica en el tafanario a un general, usando
para ello una incubadora encubierta en su asiento. En otra ocasión, estando en el salón Grau del
Palacio de gobierno reventó un cohetón que estaba prohibido, llamado “Rata
blanca”. Al periodista Nicola di Luca le
introdujo una ranita venenosa en la nariz.
La mascota guardaba arañas y culebras para hacer “bromas”.
Una manera de congraciarse con el poderoso dictador era
exclamar ante él que su hijo era una maravilla y estaba dotado de todas las
cualidades inimaginables; cuando se sabía que era desadaptado, detestable y
reaccionaba con suma violencia ante una pequeña frustración. Había creado un
monstruo a su servicio, se divertía con él, tal como ocurrió con los bufones de
las cortes reales europeas. Pero, esa
situación llegó a su fin cuando la soberbia lo impulsó a creerse Dios. Se descuidó y el exceso de abusos y la
corruptela generalizada salieron a la luz pública y, el régimen entró en
crisis.
Cuando el dictador,
después de diez años de tiranía, huyó del país para eludir a la justicia,
abandonó a su mascota. Utilizó su
soterrada nacionalidad japonesa. En
Tokio buscó un sustituto de su hijo.
Sostuvo un tórrido romance con una joven japonesa con quien contrajo un
matrimonio de conveniencia. Luego, se
separó de ella.
Intentó
retornar al Perú por consejo del asesor de su maquiavélica estrategia
política. Este asesor desconocido fue un
brillante egresado de la escuela de filosofía de la universidad de San Marcos y
embajador en Alemania. En Santiago de
Chile la Interpol capturó al ex dictador; luego de un viaje clandestino desde
Japón. Había sobornando a diversos
funcionarios de los aeropuertos. A su encuentro fue su engreído hijo.
Ahora, ya adulto, continúa dependiendo de su papá. Él es quien visita asiduamente –más que
nadie- al otrora todopoderoso dictador, que está recluido cumpliendo una
sanción pública en Lima, después de su extradición. La vida del joven está en función de su
padre. No tiene vida propia, ni la
tendrá aunque su anciano padre fallezca.
Viviría con el obsesivo recuerdo de su padre. No nació mascota ni tampoco eligió ser
mascota.
Antonio
Rengifo Balarezo.
Lima,
5 de marzo del 2012
Nueva
versión: junio del 2015.
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