04/08/2017
| Claudio Katz
La revolución rusa fue el principal acontecimiento del
siglo XX. Generó enormes transformaciones sociales y suscitó una inédita
expectativa de emancipación entre millones de oprimidos.
Ese impacto se verificó en el pánico que invadió a
las clases dominantes. Algunos temieron la pérdida de sus privilegios, otros
creyeron que se extinguía su control de la sociedad y muchos se prepararon para
el ocaso final de la supremacía burguesa. Ese miedo explica las enormes
concesiones de posguerra. El estado de bienestar, la gratuidad de ciertos
servicios básicos, el objetivo del pleno empleo y el aumento del consumo
popular eran mejoras impensables antes del bolchevismo. Los capitalistas
aceptaron esas conquistas por temor al comunismo.
De ese pavor surgió el concepto de justicia social,
como un conjunto de derechos de los desamparados y el registro de la
desigualdad como una adversidad. La revolución impuso la mayor incorporación de
derechos colectivos de la historia. Los capitalistas copiaron normas
establecidas por el régimen soviético para disuadir la imitación de ese modelo.
Aceptaron la universalización de las pensiones y la seguridad laboral.
El propio esquema keynesiano de consumo masivo
irrumpió por temor al socialismo. La dinámica espontánea de la acumulación
privilegiaba las ganancias y no contemplaba mejoras estables de los ingresos
populares.
Los fantasmas creados por la revolución perduraron
más tiempo que su efectiva incidencia. Al cabo de muchas experiencias las
potencias occidentales digirieron la existencia de la Unión Soviética y
concertaron una convivencia, para garantizar la continuidad del capitalismo en
el grueso del planeta. Pero mientras subsistió el denominado bloque socialista,
la memoria de los soviets continuó inquietando a los poderosos.
Sólo el desplome de ese adversario restauró la
confianza de los capitalistas. Reforzaron el neoliberalismo y recompusieron los
mecanismos clásicos de la explotación, con flexibilización laboral,
masificación del desempleo y ensanchamiento de las brechas sociales.
Las modalidades desenfrenadas del capitalismo reaparecieron
en las últimas décadas por ausencia de contrapesos. Esa virulencia tiende a
recrear las catástrofes que desataron el tsunami de 1917, replanteando lo
ocurrido hace cien años.
El impacto de Octubre
La cronología de la revolución entre febrero y octubre
de 1917 ha sido detalladamente investigada. Comenzó con las protestas que
forzaron la abdicación del zar y la constitución del gobierno de Kerensky. Esa
administración provisional actuó bajo la presión directa de los soviets obreros
que florecieron en los centros industriales. Exigían el cumplimiento de
categóricas demandas de paz, pan y tierra.
Como el gobierno prosiguió la guerra y pospuso las
reformas exigidas por los trabajadores, la influencia de los bolcheviques se
acrecentó junto al descontento popular. Kerensky perdió autoridad y un intento
golpista de la derecha (Kornilov) sucumbió ante la resistencia obrera.
En un marco de deserciones masivas en el frente y
protestas de los campesinos, el partido de Lenin lideró la toma del Palacio de
Invierno. Este desenlace coronó una estrategia revolucionaria definida en las
tesis de abril y consumada con la insurrección. En los diez días que
conmovieron al mundo se perpetró la acción más impactante de la historia
contemporánea.
La revolución coronó su antecedente de 1905 y formó
parte de un ciclo internacional de convulsiones inaugurado en México (1910) y
China (1911). Pero la gesta bolchevique no sólo fue victoriosa. Incentivó la
gran secuela de sublevaciones anticapitalistas que sacudió a Europa en los años
20 (Hungría, Alemania, Bulgaria, Italia).
Esa oleada se proyectó a la década siguiente y fue
recién contenida por el ascenso del fascismo y la derrota de la república en la
guerra civil española. Todas las conmociones de entre-guerra (incluida la depresión
del 30) fueron derivaciones del viraje iniciado en 1917.
El triunfo de los bolcheviques condujo a revisar el
sentido contemporáneo de la revolución. Las grandes gestas de Inglaterra
(1648), Estados Unidos (1776) o Francia (1789) fueron conceptualizadas con
posterioridad a su estallido. Lo mismo ocurrió con la Comuna de Paris (1871).
En Rusia prevaleció, por el contrario, una
conciencia plena del acontecimiento. Los seguidores de Lenin inauguraron la
costumbre de teorizar las revoluciones sobre su propia marcha. Todo el
pensamiento marxista fue desarrollado en estricta conexión con esos procesos y
distintas teorías (dependencia, desarrollo desigual o combinado, imperialismo)
fueron concebidas para esclarecer el momento, la oportunidad o la localización
de la revolución.
La acción bolchevique confirmó la diferencia
cualitativa que separa una revolución contemporánea de cualquier rebelión. Puso
de relieve no sólo la existencia de un levantamiento de los oprimidos, sino
también la gravitación de los desenlaces militares, el desmoronamiento del
estado y la aparición de organismos de poder popular. Ilustró cómo estos
últimos pilares sustentan la construcción de un orden alternativo. Los soviets
inauguraron las modalidades del poder dual, que emergieron en otras
revoluciones del siglo XX a través de consejos, movimientos o ejércitos.
Lo ocurrido en 1917 también confirmó que las
revoluciones irrumpen en situaciones extremas y frecuentemente influidas por la
guerra. La batalla frontal contra el capitalismo no emergió como se suponía de
una crisis económica, sino del tormento creado por la conflagración entre
imperios. El involucramiento forzado de Rusia en esa sangría generó dos
millones de muertos y una resistencia masiva de los soldados a ofrendarse como
carne de cañón. La demolición del estado zarista por la guerra facilitó la
fulminante victoria de los bolcheviques, que conquistaron la adhesión popular
cuando Kerensky se negó a negociar la paz.
Lenin concertó el fin de las hostilidades a un
altísimo precio. Suscribió acuerdos que entregaban vastos y poblados
territorios para cumplir con lo prometido. La audacia exhibida para tomar el
poder fue complementada con un gran realismo en el manejo del Estado.
Cada paso transitado por los bolcheviques fue
estudiado con fascinación por varias generaciones de militantes. Todos
asimilaron la nueva cultura comunista con la mira puesta en repetir la
insurrección de octubre.
Revolución socialista
La principal novedad de 1917 fue el carácter
socialista de la revolución. Esta singularidad quedó definida por un conjunto
de objetivos, prácticas, sujetos, direcciones y horizontes geográficos.
Los bolcheviques explicitaron de inmediato sus
metas comunistas. Enunciaron esa finalidad y señalaron caminos para alcanzarla.
Propusieron avanzar hacia la igualdad social, mediante un sistema político de
auto-administración popular y un régimen económico de propiedad colectiva de
los medios de producción. Discutieron la eventual temporalidad de ese proceso y
el tipo de transición requerido para coronarlo. Concibieron ese futuro como un
resultado de acciones humanas conscientes, muy alejadas de cualquier
expectativa religiosa en un devenir venturoso.
Pero la práctica anticapitalista definió más el
curso de la revolución que las previsiones teóricas. La intensidad de la
confrontación con las clases dominantes derivó en una encarnizada guerra civil
y una imprevista sucesión de expropiaciones. El control obrero sobre las
empresas se transformó en anulación de la propiedad y derivó en una serie de
contramarchas, para adaptar la retrasada economía rusa a la necesaria
subsistencia del mercado.
El modelo de estatización plena (comunismo de
guerra) fue reemplazado por una combinación de planificación con mecanismos de
oferta y demanda (NEP). Ese vaivén ilustró que la construcción socialista no
sigue un libreto previo.
La revolución fue protagonizada por la clase
obrera. Un sector numéricamente minoritario pero altamente concentrado definió
el desenlace de las principales batallas, corroborando la gran incidencia de su
cohesión social y gravitación económica.Pero la victoria fue conseguida
mediante una alianza con los campesinos, que forjaron en las trincheras el
mismo tipo de soviets erigidos por los asalariados en las ciudades. Esa red
común de organización popular sostuvo la caída del zar, el desplazamiento de
Kerensky y la insurrección bolchevique.
Lenin consolidó esa unión decretando la
confiscación de grandes propiedades y su entrega a los campesinos. Implementó
una gigantesca transformación social que permitió la victoria del ejército rojo
en la guerra civil.
El secreto de esos logros fue el partido construido
por Lenin en un minucioso trabajo de organización. Ese agrupamiento encajó con
las acciones requeridas para tumbar una autocracia represiva y liderar un
proceso insurreccional. Esa estructura le permitió a los bolcheviques lidiar
con el desastre económico, el aislamiento internacional y la invasión
extranjera.
El partido introdujo una inédita combinación de
disciplina y convicción. Conformó una red de acción muy efectiva y con pocos
precedentes desde las órdenes monásticas de la Edad Media.
Pero más significativa fue la consolidación de una
nueva forma de militancia inspirada en la fascinación que suscitaron los
bolcheviques. Tres generaciones de luchadores se incorporaron en todo el
planeta a los partidos que promovían la imitación del ejemplo soviético. La
pertenencia a esas organizaciones se transformó en un ideal de vida, para
quiénes asumieron compromisos incondicionales con la construcción del hombre
nuevo. La convicción comunista reemplazó a la coacción militar y al misticismo
religioso, como principal motivación del comportamiento heroico.
La revolución rusa fue concebida como un peldaño de
sublevaciones internacionales que debían continuar en Europa. Cuando decayó esa
expectativa se priorizó la apuesta por el socialismo en Oriente. Lenin fundó la
III Internacional para fomentar la revolución en todo el mundo y a pesar de las
restrictivas condiciones que impuso para el ingreso a esa organización, logró
un extraordinario grado de adhesión.
La revolución rusa adoptó, por lo tanto, un perfil
socialista en sus metas, prácticas, protagonistas, liderazgos y escalas
internacionales. Estos rasgos la distinguieron de sus equivalentes nacionales,
democráticos, antiimperialistas o agrarios de otras latitudes y circunstancias.
De toda esa variedad de componentes el sesgo
socialista quedó principalmente determinado por la adopción de medidas
anticapitalistas. Ese ingrediente definió la principal singularidad de la gesta
de octubre.
Dinámica de radicalización
La revolución rusa zanjó viejos debates sobre el
debut del socialismo. Marx había supuesto que esa transformación comenzaría en
Europa, luego realzó el impacto de los alzamientos en la periferia y finalmente
avizoró varios cursos posibles. Consideró que Rusia podría transitar un camino
asentado en la subsistencia de las comunas agrarias. Ese país concentraba
múltiples interrogantes por la combinación de feudalismo con capitalismo,
arraigo simultáneo en Europa y Asia y mixturas extremas de modernidad y atraso,
bajo una obsoleta monarquía. El predominio campesino coexistía con un
continuado crecimiento fabril, que suscitaba muchos interrogantes sobre el
régimen económico-político sustituiría al zarismo.
Los teóricos populistas (Danielson,Vorontsoy)
descartaban la factibilidad del capitalismo por la estrechez de los mercados y
proponían un salto directo al socialismo asentado en las formaciones agrarias.
Los denominados marxistas legales (Tugan, Bulgakov) resaltaban el peso de la
clase obrera, ponderaban las luchas económico-sindicales y esperaban resultados
positivos de una reforma liberal de la monarquía.
Los mencheviques (Plejanov) creían conveniente un
desarrollo clásico del capitalismo pos-zarista. Concebían al socialismo como un
producto ulterior de esa expansión y convocaban a una alianza con la burguesía
para acelerar esa transición.
También los bolcheviques consideraban al principio
necesario el pasaje por un periodo capitalista. Pero rechazaban la rigidez de
periodos estrictamente delimitados para el avance al socialismo. Lenin promovía
una revolución agraria -a través de la nacionalización de la tierra- para
impulsar el empalme entre ambas etapas.
Sólo Trotsky avizoró desde 1905 el carácter
socialista que asumiría un levantamiento exitoso contra el zarismo. Intuyó que
la defección de la burguesía y la movilización radical del campesinado,
induciría al proletariado a desbordar el marco capitalista. Los acontecimientos
de 1917 confirmaron esa previsión.
Pero la victoria bolchevique emergió de las audaces
decisiones impulsadas por Lenin, que sustituyó su planteo de revolución
democrática por una opción directamente socialista. Maduró ese viraje frente a
la beligerancia popular, la irrupción de los soviets y la capitulación del
gobierno provisional.
La flexibilidad política del líder comunista fue
decisiva. Adoptó conclusiones de Trotsky que había rechazado anteriormente y
asumió postulados de los populistas, que había combatido frontalmente.
Esa conducta ilustró la gravitación de una actitud
consecuente y la centralidad del principio de radicalización en una estrategia
revolucionaria. El hito bolchevique comenzó con peticiones de paz, pan y tierra
y terminó con la captura del Palacio de Invierno. La dirección comunista
motorizó esa dinámica, sabiendo que el logro de los anhelos populares requería
asumir decisiones radicales.
Esa política definió todos los sucesos de febrero a
octubre. Lenin retomó el comportamiento propiciado por Marx en 1848, cuando
alentó un desemboque socialista de la revolución democrática alemana. También
compartió la conducta asumida por Rosa Luxemburg, para transformar las reformas
sociales en plataformas de acción revolucionaria. La radicalización propiciada por
Lenin condujo a los soviets al poder.
Referente de múltiples procesos
La revolución rusa se convirtió en el modelo
general de cambio radical del siglo XX. Su impacto fue tan significativo que
algunos historiadores definieron la temporalidad acortada de esa centuria por
el inicio y desaparición de la Unión Soviética.
Los bolcheviques indicaron un sendero socialista
para los anhelos de democracia, soberanía y desarrollo de distintos países.
Pusieron de relieve que las revoluciones no estallan persiguiendo objetivos
anticapitalistas inmediatos. Esas metas maduran en la confrontación con las
clases opresoras.
En Rusia las prioridades fueron el derrocamiento
del zar, el fin de la guerra y la eliminación de la nobleza. En otras latitudes
se batalló para erradicar la opresión colonial, tumbar dictaduras,
conquistarlibertades públicas o iniciar procesos de industrialización.
La expansión inmediata de la acción bolchevique
quedó detenida por los resultados adversos de los intentos insurreccionales en
Europa. Pero al concluir la Segunda Guerra Mundial, la herencia de Lenin
reapareció en Yugoslavia y China y en los años 70 se verificó en Vietnam. Todos
esos procesos retomaron el principio de erradicar la dominación de una minoría
capitalista sobre el conjunto de la sociedad.
La familiaridad de la revolución cubana con su
precedente soviético fue igualmente nítida. Las columnas guerrilleras que
ingresaron en La Habana actuaron contra la tiranía de Batista con la misma
contundencia que los soviets. Respondieron a la agresión imperialista con
acelerados procesos de nacionalización y una explícita asunción de la identidad
socialista. Esa valentía evitó la frustración que se verificó en las dos
grandes revoluciones precedentes de la región (México en 1910 y Bolivia en
1952).
Cuba no sólo siguió las huellas de 1917. Revitalizó
el alicaído legado de Lenin al cabo de varias décadas de deformación
burocrática. Esa renovación se observó en la recuperación del internacionalismo
revolucionario por parte del Che Guevara.
Los ecos de la III Internacional reaparecieron en
la OLAS y en las Conferencias Tricontinentales. A diferencia de otras
iniciativas transformadoras de la época (como Bandung). Los eventos promovidos
por Cuba proponían explícitamente expandir el fermento revolucionario, creando
"uno, dos y muchos Vietnam".
Fidel continuó el proyecto inaugurado por Lenin y
ocupó en América Latina un lugar equivalente al impulsor de los soviets. Actuó
con la misma osadía en la radicalización de un proyecto popular.
¿Germen del stalinismo?
Desde la caída de la URSS el análisis de la
revolución rusa fue reemplazado por su denigración. Se presentó al mayor
intento de reducir la desigualdad como la peor desgracia de la historia
contemporánea.
El pico de esas impugnaciones reaccionarias se
produjo en los aniversarios de las últimas dos décadas (1997 y 2007). Un libro
negro sobre el comunismo (Courtois, 2010: 52-129) reunió relatos furibundos
contra el bolchevismo. Describe la revolución como una escalada de crímenes
perpetrados por ambiciosos conspiradores. Acusa al leninismo de incontables
atrocidades, omitiendo el horror precedente generado por la inmolación de
soldados en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Desconoce, además, que
la insurrección de octubre fue una acción casi incruenta.
La sangría sólo reapareció en los años posteriores
por la guerra civil que desataron los ejércitos blancos, apoyados por las
potencias imperiales. Esa contrarrevolución provocó ocho millones de víctimas y
dejó un país en ruinas, con fábricas abandonadas y pueblos hambreados.
La principal acusación contra el leninismo recae
sobre el terror rojo, que organizaron los servicios de seguridad de
bolcheviques (Tcheka). Tuvieron grandes atribuciones de intimidación y
ejecución para contrarrestar la criminalidad de los blancos. Las muertes que
generó esa defensa fueron muy inferiores a las ocasionadas por los derechistas
y a las predominantes en otras revoluciones clásicas (como la francesa).
Es indudable que el poder soviético incluyó
injusticias. Pero esas desgracias han acompañado a todas las transformaciones
radicales de la historia. Si se impugna al bolchevismo por esa desventura,
habría que invalidar los distintos procesos de liberación, independencia o
república de los últimos siglos. Ningún país podría celebrar sus fiestas
patrias.
Los críticos acusan a Lenin de utilizar la
mascarada de un proyecto igualitario, para instaurar la dictadura de un grupo
sobre sus adversarios. Estiman que la ilegalización de otros partidos retrata
esa perversión. Pero olvidan que esas restricciones fueron adoptadas durante la
guerra civil, en medio de atentados y asesinatos. Se desenvolvieron en el marco
político de polarización que precipitó la dispersión y extinción de la
oposición. También aquí la revolución rusa reprodujo lo ocurrido en casos
precedentes, que los historiadores suelen enaltecer cuando involucra al
surgimiento de su propia nación.
Muchos cuestionadores observan en la revolución el
germen de la pesadilla sufrida por la Unión Soviética bajo Stalin. Pero deberían
reconocer que la sublevación de los soviets contenía gérmenes de todo tipo,
cuya maduración no estaba predeterminada. La derivación stalinista fue un
resultado negativo de varios desemboques posibles.
El stalinismo obturó primero y anuló posteriormente
el sentido democrático de la revolución. Consagró la usurpación del poder por
parte de una capa burocrática, que consolidó sus privilegios a costa de la
mayoría popular. Sustituyó la confrontación con la derrotada contrarrevolución
por una demolición de los vestigios del bolchevismo.
La asociación de Lenin con Stalin queda desmentida
por la simple constatación de la purga perpetrada contra los artífices de
octubre. Muy pocos protagonistas de esa gesta sobrevivieron a la brutal
limpieza de opositores. Esa matanza enterró gran parte del legado de la
revolución y anticipó la sangría adicional que provocó la colectivización
forzosa.
Remontar a Lenin la responsabilidad de estas
tragedias es un artificio. Supone concebir todo el curso de la historia como un
destino signado por diabólicos bautismos. Con ese criterio habría que
culpabilizar a Robespierre por los atropellos cometidos durante la
restauración, atribuir a Washington los tormentos perpetrados por los
esclavistas del Sur y achacar a San Martin o Bolívar las terribles tiranías
padecidas por Sudamérica durante el siglo XIX.
El extremo de esa denigración es la equiparación
del bolchevismo con el nazismo. Algunos afirman que Hitler fue una reacción
lamentable, pero legítima contra el comunismo (Nolte, 2011: 178-205). Esta
versión abandona la hipocresía occidental y retoma la justificación del
fascismo, que las clases dominantes compartieron durante su fracasada cruzada
contra la URSS.
La supervivencia del país costó 27 millones de
muertos y elevó a 40 millones el total de víctimas afrontadas en el corto
periodo de una generación. La magnitud de esa catástrofe condicionó el devenir
posterior de la URSS. El régimen stalinista se estabilizó al cabo de la heroica
victoria lograda contra los invasores. Posteriormente ese poder se afianzó con
un crecimiento industrial, que modificó por completo la estructura social en
todo el territorio.
La celebración de 1917 persistió en la posguerra
como un homenaje ritual, vaciado de contenido y asentado en la fraudulenta
presentación de Stalin como continuador de Lenin. La exaltación de los logros
conseguidos por la URSS ensombreció las críticas y distorsionó la descripción
de lo ocurrido, en los míticos meses de febrero y octubre.
¿Golpe de Estado?
Existe otra presentación de la revolución de
octubre como un golpe de estado. Esa tesis del complot supone que Lenin
recurrió a una astuta utilización de los soviets, engañó a sus adversarios y
aprovechó un momento propicio para apoderarse del gobierno.
Esa simplificación retoma la vieja tradición de
convertir los acontecimientos históricos en tramas novelescas. Ignora los
hechos, evita interpretaciones y reduce procesos que involucran a millones de
individuos a pequeñas disputas entre sediciosos. Esa mirada se inspira en
teorías conspirativas que presuponen la estabilidad, normalidad o equilibrio
del capitalismo. Por eso imaginan que la principal amenaza contra el sistema
proviene de perversos villanos.
Pero en el caso de octubre ese enfoque queda
desmentido por el alto grado de participación popular. Los bolcheviques
contaron con un gran respaldo social para su acción. Este sustento explica el
reducido número de víctimas de la gesta de octubre. Lejos de coronar un putch,
los soviets fulminaron a un régimen aislado y repudiado.
Lo mismo ocurrió con todas las revoluciones
significativas que antecedieron o sucedieron a 1917. Pero ese tipo de
acontecimientos resulta enigmático para los buscadores de complots. No
pueden entender el patrón de acción colectiva que predomina en los procesos
signados por el protagonismo popular.
Presentar lo ocurrido en 1917 como un golpe de
Estado es por otra parte una obviedad. Cualquier transferencia del poder
ejecutada fuera de la institucionalidad vigente viola la legalidad de ese
sistema. Lo que debe juzgarse es la validez o ilegitimidad de ese desenlace.
Objetarlo en sí mismo equivale a justificar al régimen precedente.
La crítica a Lenin por su violación de la legalidad
fue especialmente propagada por distintos analistas, que cuestionaron el
desconocimiento de las normas institucionales, recurriendo a los viejos dogmas
del liberalismo. Pero olvidaron que los soviets se alzaron contra una monarquía
y un gobierno que perpetuaba la masacre de los soldados. ¿Qué instituciones
respetaban los agentes de la nobleza y el despojo territorial?
Las revoluciones siempre estallan en situaciones
extremas que pulverizan la legalidad vigente. Los insurrectos de octubre se
alzaron para preservar la vida de una población triturada por la carnicería
bélica. Comprendieron que el capitalismo y sus fachadas institucionales generan
esos padecimientos. El gran mérito de 1917 fue promover un sistema alternativo
a las hipócritas modalidades de la dominación burguesa.
Lejos de constituir una anomalía, la revolución
rusa formó parte de las periódicas disrupciones que afronta el capitalismo.
Pero añadió al alzamiento desde abajo, un ingreso masivo de los explotados a la
acción política directa. Ese significado es imperceptible para los detractores
del bolchevismo.
¿Una ilusión?
La revolución no sólo fue impugnada por el uso de
la fuerza. También recibió objeciones por su quimérica ilusión en el socialismo
(Furet, 1995: 12-33). Esa crítica rechaza todo intento de construir una
sociedad igualitaria, descontando que los explotados deben resignarse a la
sumisión. Postula esa exigencia desde una posición de privilegio, que considera
tan natural la desigualdad como los beneficios de los enriquecidos.
El argumento más repetido para imaginar la
eternidad de las ganancias capitalistas es el fracaso económico de la URSS. Se
remarca especialmente el resultado adverso de la competencia intentada con los
Estados Unidos. Pero la comparación olvida que Rusia era una economía
semiperiférica en acelerado desarrollo, sometida al sistemático hostigamiento
de la principal potencia del planeta. Los dos países nunca estuvieron situados
en el mismo plano.
La guerra fría generalizó una distorsionada imagen
de contendientes semejantes y reforzó la presión sobre la URSS para rivalizar
en desventaja. Esa concurrencia obligó al país a desviar una gran proporción de
su PBI hacia gastos militares, que obstruyeron el desenvolvimiento de sectores
prioritarios.
La URSS no logró consumar el catch up con
las economías centrales, pero superó ampliamente a sus equivalentes en tasas de
crecimiento e índices de desarrollo humano. Ni siquiera el prolongado
estancamiento de los años 70-80 afectó ese posicionamiento.
El desplome del régimen obedeció más a la decisión
política de modificar un sistema, que a los desequilibrios económicos que
arrastraba el país. Los gobernantes rechazaban un desenvolvimiento genuinamente
socialista y apostaban a su propia conversión en burgueses. Envidiaban el
confort de los millonarios de Occidente e idealizaban el estilo de vida
norteamericano. Cuando encontraron la oportunidad para reconvertirse en
capitalistas, abandonaron el incómodo maquillaje comunista.
La mayoría de la población valoraba las mejoras
sociales pero se mantuvo inactiva. Toleró ese viraje al cabo de décadas de
inmovilidad y despolitización. Un régimen de censuras y prohibiciones
generalizó la apatía popular, asfixió la cultura y alejó a la intelectualidad.
La oportunidad para una renovación socialista se
perdió en los años de la Primavera Checoslovaca (1968). Posteriormente imperó
un desencanto que precipitó la vertiginosa y triste disolución de la URSS.
Fuerzas productivas
Las polémicas con los cuestionadores del socialismo
ocupan un lugar preeminente en el aniversario de la revolución. Pero los
debates son también significativos entre los defensores de la gesta leninista.
Algunos pensadores realzan la acción bolchevique pero consideran que apresuró
la marcha del socialismo. Estiman que ese proyecto debió adaptarse a la madurez
de las fuerzas productivas y sugieren que la URSS falló por esa restricción
objetiva (Pomar, 2015).
Esa mirada tiene puntos en común con la objeción
que anticipó Kautsky al carácter prematuro de la acción soviética. Señaló que
el retraso productivo de Rusia privaba al país de la base material requerida
para avanzar hacia el socialismo. Lenin y Trotsky rechazaron acaloradamente ese
mismo cuestionamiento por parte de Plejanov.
La crítica olvida el carácter intempestivo de
procesos revolucionarios que no respetan horario, ni fechas de irrupción. Esas
acciones emergen por la belicosidad, conciencia o experiencia de los oprimidos
y no se adaptan a esquemas preestablecidos de evolución humana. Las vertientes
objetivistas del marxismo no comprenden esa autonomía de los sujetos.
La misma objeción a la carencia de basamentos
materiales para encarar la apuesta socialista era expuesta por los Partidos
Comunistas, que postulaban estrategias por etapas en la periferia. Promovían
modelos de capitalismo en alianza con las burguesías nacionales, alegando la
inviabilidad inmediata del socialismo.
Pero durante el siglo XX fallaron en las economías
subdesarrolladas todos los intentos de copiar el desenvolvimiento de los países
centrales. Las revoluciones socialistas irrumpieron justamente en la periferia,
por el carácter más acentuado de las crisis capitalistas en esas zonas.
Es un contrasentido afirmar que el socialismo debe
evitarse en las regiones que más necesitan su instrumentación. El modelo evolutivo
desconoce que la periferia concentra desequilibrios agravados que exigen
urgentes respuestas antisistémicas.
Es cierto que el socialismo es un proyecto global
cuya implementación plena es inviable en un sólo país o región. Pero esa
limitación no invalida el inicio de ese proceso en donde sea necesario. Ese
debut no contradice el reconocimiento de la significativa brecha que separa el
comienzo de la conclusión de un proceso transformador. Pero si esas mutaciones
no empiezan cuando son requeridas el ideal socialista languidecerá en el
ensueño.
El papel del Estado
El análisis de lo ocurrido en la URSS exige superar
la ingenua creencia que lo ocurrido bajo ese régimen “no nos concierne” a
quienes cuestionamos el despotismo burocrático. Es más conveniente revisar lo
sucedido asumiendo la familiaridad con las dificultades que afrontó ese
proceso. Son obstáculos que reaparecerán en cualquier intento de construcción
pos-capitalista.
Es muy corriente afirmar que la revolución
bolchevique demostró capacidad para tomar el poder, pero no para erigir una
sociedad alternativa. Se atribuye esa limitación a la burocratización que
sucedió a ese triunfo (Zibechi, 2017). El tipo de burocracia prevaleciente en
la URSS fue discutido durante décadas. El paso del tiempo ha confirmado el
acierto de los enfoques que resaltaron la peculiaridad no capitalista del
funcionariado de ese sistema.
El gran cambio de los últimos 25 años en
comparación a la dinámica vigente con Stalin, Krushev, Breshnev o Gorbachov
radica en la nueva presencia de una clase dominante. La restauración del
capitalismo fue la principal consecuencia del desplome de la URSS. Pero la
crítica a la burocracia -que en el pasado propiciaba una renovación socialista-
es frecuentemente esgrimida en la actualidad, para cuestionar la propia
conquista del poder. Se objeta el camino leninista atribuyendo las
deformaciones de la URSS al curso estatista iniciado por los bolcheviques. Se
supone que eludiendo ese sendero se podría abrir un rumbo más libertario de
emancipación, asentado en florecimiento de emprendimientos autogestionarios.
Pero la URSS ofrece un modelo concreto de logros y
fracasos del intento pos-capitalista. En cambio la tesis de puras comunas no
brinda antecedentes, ni pistas de la trayectoria que seguiría su proyecto. Ese
enfoque se limita a enunciar vagas convocatorias a “cambiar el mundo sin tomar
el poder”, evitando explicar cómo podría soslayarse el manejo y la
transformación del estado para implementar un cambio revolucionario.
La construcción de contrapoderes alternativos en
los poros de la sociedad es un importante paso en la batalla para erradicar al
capitalismo. Pero el principal resorte de esa mutación es la sustitución del
estado burgués por otra modalidad estatal, gestionada por las mayorías populares.
El éxito bolchevique pareció agotar una
controversia que tradicionalmente opuso al marxismo con el anarquismo. Pero la
implosión de la URSS ha reavivado el debate. Con todas las frustraciones que
acumula, la tesis socialista sigue ofreciendo argumentos teóricos e indicios
prácticos más sólidos que la vaga opción libertaria.
El exclusivismo proletario
Ciertos enfoques idealizan la victoria de 1917 como
el único modelo de revolución socialista. Consideran que otros triunfos
equivalentes como la revolución cubana no alcanzaron ese estatus por ausencia
de liderazgo proletario (Altamira, 2016).
Esta visión no desconoce que en Cuba hubo
expropiación del capital, enormes logros socio-económicos y exitosa resistencia
al imperialismo. Pero entiende que esos aciertos no definen la cualidad
socialista que tuvieron esas mismas realizaciones, bajo los soviets. Para
evitar discusiones talmúdicas convendría aclarar que se discute el inicio y no
la consolidación del socialismo, que estuvo ausente en ambas situaciones.
Al contraponer el hito bolchevique con la epopeya
del 26 de Julio se acepta la posibilidad de revoluciones anticapitalistas
carentes de contenido socialista. De esa forma se avala la tesis de la
revolución por etapas, que siempre impugnaron los críticos de izquierda del
oficialismo comunista.
El enfoque de excluyente bolchevismo define
restrictivamente a la revolución socialista por la clase que lidera esa acción,
olvidando otros determinantes (objetivos, práctica, dirección, alcance) y la
preeminencia de las medidas anticapitalistas.
Desconoce que las revoluciones burguesas
protagonizadas por sujetos populares ya indicaron la prioridad de las metas y
no de los artífices, en la caracterización de una mutación histórica. Con una
mirada sociológica asigna a las clases sociales una total preponderancia en la
caracterización de esos procesos.
La experiencia del siglo XX ilustró, además, cómo
la variedad de clases oprimidas configura cada dinámica anticapitalista. En
Rusia el proletariado jugó un rol dirigente, pero en estrecha asociación con
campesinos convertidos en soldados. Otro tipo de protagonismos se verificaron
en el doble poder guerrillero forjado por las milicias de Yugoslavia, China o
Cuba.
En todos esos casos se registraron expropiaciones
que desencadenaron procesos socialistas. Es un error desconocer esos resultados
por la ausencia del imaginario sujeto que debería haber encabezado esas
acciones. Con ese razonamiento se habilitan revoluciones sólo en los países que
respetan cierta configuración social, El tipo de proletariado concentrado que
existía en Rusia a principio del siglo XX sólo se verificaba en muy pocas
economías ajenas al núcleo industrial de Occidente. Esa carencia no marginaba
del proyecto socialista a las tres cuartas partes del planeta.
La III Internacional primero y la OLAS después
desenvolvieron una gran labor revolucionaria en Asia, África y América Latina
evitando el exclusivismo proletario. Discreparon incluso con las organizaciones
que se auto-asignaban roles sustitutos de la reducida clase obrera de la
periferia.
La tesis sociológico-proletaria sugiere la
inviabilidad de todos los procesos revolucionarios carentes de un actor social
predeterminado. Ese razonamiento carga con los mismos defectos de la miradas
objetivistas, que definen la factibilidad del socialismo por el grado de
madurez de las fuerzas productivas.
La tradición leninista más provechosa realza, en
cambio, el papel de los sujetos populares y es congruente con la tesis que
postula la factibilidad de proyectos progresistas, en distintas temporalidades
y escenarios. Endiosar a los soviets suponiendo que ofrecen el único modelo de
gesta socialista no contribuye a los homenajes en curso.
Lenin más Gramsci
El centenario de la revolución soviética ha
desempolvado los viejos debates sobre la dictadura democrática del proletariado
y la revolución por etapas, ininterrumpida o permanente. Esas controversias
sólo pueden recuperar interés a la luz de las disyuntivas políticas actuales.
No todos los involucrados en la conmemoración demuestran preocupación por
establecer esas conexiones.
Hasta los años 80 la importancia de la victoria
bolchevique saltaba a la vista. El carácter de una próxima revolución
socialista era discutido, evaluando las modificaciones planteadas a la
estrategia leninista por las experiencias de China, Vietnam o Cuba.
Los términos de ese debate se modificaron
sustancialmente luego del afianzamiento del neoliberalismo que sucedió al
desplome de la Unión Soviética. En América Latina ese cambio se reforzó con la
caída del sandinismo y asumió un nuevo perfil con las exitosas rebeliones
populares del nuevo siglo. Esos levantamientos inauguraron el ciclo progresista
y los procesos radicales de Venezuela y Bolivia.
Para actuar en este contexto no alcanza con
rememorar lo ocurrido en Rusia entre febrero y octubre de 1917. Tampoco es
suficiente construir un partido revolucionario dispuesto a intervenir en
circunstancias semejantes. Ecuador, Argentina, Venezuela y Bolivia atravesaron
varios momentos de crisis económicas extremas, desmoronamiento del régimen
político y levantamientos sociales, sin repetir el escenario de los soviets.
Una diferencia sustancial radica en la permanencia
o reconstitución de sistemas constitucionales que carecían de relevancia en la
época de Lenin. Este nuevo dato en América Latina ya fue registrado en la
posguerra por los marxistas europeos.De ambas experiencias surgió un replanteo
de la estrategia leninista que incorpora las percepciones de Gramsci. Esta
asimilación es clave para construir una hegemonía política socialista,
confrontando con el complejo funcionamiento del poder burgués.
Un sendero anticapitalista debe contemplar la nueva
variedad de batallas en escenarios institucionales con parlamentos, elecciones,
partidos legales y medios de comunicación que no existían en 1917.
Este contexto quiebra la simultaneidad de los
procesos revolucionarios del pasado. La formación de un gobierno de
trabajadores, la captura del estado y la transformación de la sociedad no se
perfilan como cursos paralelos (o con reducidas diferencias temporales). Más
bien despuntan como momentos muy diferenciados.
La lectura de Gramsci induce a prestar atención a
las batallas ideológicas y a las confrontaciones electorales, en una dinámica tendiente
a gestar formas de poder alternativo. Este nuevo enfoque fue distorsionado en
los años 80 y 90 por interpretaciones socialdemócratas, que promovieron el
amoldamiento al capitalismo, la veneración de las instituciones y el repudio
del legado insurreccional soviético.
En el pico eurocomunista de esta deformación, Lenin
fue tan rechazado como Fidel. Se imaginó un Gramsci edulcorado, dedicado a la
investigación de la cultura y a los refinamientos de la ideología, sin ningún
parentesco con la revolución o el socialismo.
En la derivación posmoderna de esa distorsión, los
sectores oprimidos son sustituidos por variadas identidades, la meta socialista
es reemplazada por la democracia radical y la conquista de la hegemonía es
concebida como una amalgama contingente de demandas entretejidas por discursos.
La lucha política flota en una nube divorciada de los conflictos sociales y las
alusiones a la guerra de movimientos son tan sepultadas como el bolchevismo.
Afortunadamente, junto a estos despistes recobran fuerza
los distintos planteamientos, que reconectan a Gramsci con Lenin. En ese
empalme se inscriben los enfoques que resaltan nuevas combinaciones de la
democracia directa e indirecta y de las reformas con la revolución.
Un texto reciente referido a la revolución rusa
interpreta en esa línea los procesos latinoamericanos actuales (García Linera,
2017). Propone concebir cursos de batalla que incluyan momentos de hegemonía
gramsciana y etapas jacobino-leninista. El acierto teórico de esta visión es
tan significativo como su controvertida aplicación práctica.
En el caso de Venezuela se podría afirmar, por
ejemplo, que el momento de hegemonía estuvo en juego en las últimas décadas de
gobierno popular, estado en disputa y grandes fracturas de la sociedad. Se registraron
choques ideológicos y fuertes confrontaciones electorales, pero el poder
comunal requerido para consolidar una preparación socialista nunca se abrió
paso. Más bien prevaleció una tendencia opuesta a la primacía de la burocracia,
el verticalismo y el funcionariado privilegiado.
Por esas debilidades el salto al momento
jacobino-leninista estuvo obstruido y la oportunidad actual para avanzar hacia
esa definición, sólo se podría se ensayar en circunstancias más críticas.
Pero la síntesis gramsciano-leninista no es una
fórmula de laboratorio. Es una estrategia que se remodela junto a la
experiencia popular. Mientras la crisis continúe pendiente en Venezuela
permanecerá abierta la posibilidad de una resolución positiva. Los procesos
revolucionarios siempre recobraron impulso en la adversidad.
Quizás lo más interesante del actual replanteo
gramsciano-jacobino es su explícito rescate del momento leninista. Resaltar la
vigencia de una coronación revolucionaria de la batalla por la hegemonía
contribuye a superar las timideces de las últimas décadas. La revolución
socialista es un horizonte indispensable para el proyecto emancipador.
Los mismos dilemas
La conmemoración de la revolución rusa suscita la
misma atención que despierta el 150 aniversario de la primera edición de El
Capital. El malestar social que impera con el neoliberalismo induce a
retomar distintas facetas del marxismo clásico. Se ha tornado tan perentorio
entender los desequilibrios del capitalismo como evaluar las experiencias de
construcción alternativa.
Lo más llamativo de los homenajes a 1917 es la
variedad y riqueza de los seminarios organizados en distintos puntos del
planeta. Brindan respuestas a una nueva generación, que no tiene incorporada la
revolución bolchevique a sus referencias o imaginarios. Esas reuniones
satisfacen la curiosidad por conocer cómo se logró la primera victoria
sistémica contra el capitalismo.
Las conmemoraciones también incluyen fuertes
deformaciones. El gobierno ruso está empeñado en quitarle contenido
anticapitalista a la celebración para presentarla como un hito de la
nacionalidad eslava. Promueve una lectura chauvinista del acontecimiento más
internacionalista de la historia.
Putin consolidó una oligarquía de privilegiados,
que también evitó el desmantelamiento del país propiciado por Estados Unidos.
En congruencia con ese equilibrio mantiene himnos de la era soviética y trabaja
con los patriarcas de la iglesia ortodoxa. Levanta una estatua del zar
Alejandro I junto a monumentos al ejército rojo.
La revolución será en cambio explícitamente
reivindicada en las celebraciones que se preparan en Bolivia y se auspician en
Venezuela. Esas convocatorias ilustran afinidades con el ideal socialista. En
un escenario latinoamericano signado por la restauración conservadora, las presiones
derechistas y un renovado macartismo, los gobiernos de esos países han elegido
ponderar el mayor hito del proyecto comunista.
En ningún lado se registra el entusiasta alborozo
que signó las primeras celebraciones de la victoria soviética. Tampoco se
verifican las apasionadas defensas e impugnaciones que rodearon durante décadas
a ese aniversario.
En el centenario de la revolución han desaparecido
los rituales oficiales de la URSS, que el establishment occidental
observaba con recelo. Pero también se ha diluido la euforia anticomunista de
los años 90. Ya se discuten más los duros efectos de la restauración
capitalista que el malestar imperante durante el modelo anterior.
El legado leninista comienza a recobrar fuerza ante
las pesadillas que genera el capitalismo neoliberal. La revolución irrumpió en
un momento límite de los sufrimientos ocasionados por la guerra. Su impronta
reaparece en los procesos de radicalización que emergen en un contexto global
de tragedias bélicas, desastres sociales y devastaciones del medio ambiente. En
el siglo XXI persisten las disyuntivas entre el socialismo y la barbarie que
afrontaron los bolcheviques.
3-8-2017
RESUMEN
La revolución rusa atemorizó a las clases
dominantes que aceptaron impensables concesiones sociales. Ilustró la dinámica
contemporánea de la confrontación con el capitalismo y los rasgos que
singularizan un perfil socialista. La radicalización de los bolcheviques
inspiró procesos equivalentes del siglo XX.
Los revolucionarios no causaron los horrores que padeció
la URSS, ni anticiparon el estalinismo. Actuaron con gran respaldo popular, en
las antípodas de un golpe. Su proyecto era factible, pero fue distorsionado por
una burocracia que finalmente se aburguesó.
La inmadurez de las fuerzas productivas no obstruía
el debut del socialismo y las dificultades de esa experiencia no se superan
soslayando el manejo del estado. El exclusivismo proletario desconoce la
variedad de trayectorias inauguradas por 1917. La actualización de esa gesta
exige un empalme de Lenin con Gramsci, para lidiar con el dilema del socialismo
o la barbarie.
Claudio Katz es economista, investigador del CONICET, profesor
de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz
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-Perry Anderson Los herederos de Gramsci, 10-2-2017
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