18/08/2017
Si a alguien que no conoce los intrincados
vericuetos de lo humano (pongamos, como ejemplo, un ser extraterrestre), se le
intentaran explicar muchas de las conductas que tenemos quienes hollamos este
planeta, nos veríamos en serias dificultades.
Entre otras, solo para graficarlo: ¿cómo es posible
que una pequeña minoría en el poder pueda manejar a una tan amplia masa de
congéneres? Porque la historia nos muestra que ésta es una estructura dominante
desde hace unos cuantos milenios, al menos desde que aparece la idea de
propiedad privada. Un muy reducido grupo, a veces una sola persona, dirige el
destino de mayorías infinitamente más numerosas: el monarca (emperador, faraón,
rey, zar, sultán, Inca, sacerdote supremo o como quiera llamársele), el
mandarín, el señor feudal, el patrón de finca, el estanciero, el empresario
capitalista, el banquero -¿podría agregarse el burócrata de la Nomenklatura?-
toman las decisiones y se aprovechan del trabajo de grandes mayorías… ¡y nadie
de esas mayorías levanta la cabeza!
Aunque -¡esa es la buena noticia!- de tanto en
tanto se producen cataclismos sociales y la sociedad cambia: se cortan las
cabezas de los amos y se instaura un nuevo modelo social. Esa es la historia de
las sociedades: la perenne lucha de clases. Cuando Marx y Engels lo formularon
hace 150 años, derrumbaron todas las especulaciones metafísicas al respecto del
funcionamiento de una sociedad. Hoy día, esa verdad sigue siendo
incontrastable. Pero hay un elemento nuevo, no tan evidente un siglo y medio
atrás: la lucha ideológico-cultural alcanzó ribetes insospechados, apelando a
las técnicas más refinadas y eficientes.
El sistema socio-económico -para el caso: el
capitalismo- se mantiene a sangre y fuego. Las luchas de clases siguen tan
presentes ahora como antaño (¿de dónde surgió la tamaña estupidez que la
historia y esas luchas habían terminado?). Continúan absolutamente al rojo
vivo, y ahí está la represión continuada de la que el campo popular sigue
siendo objeto. La preconizada “resolución pacífica de conflictos” no puede
pasar de ser una fórmula “políticamente correcta”. La roca viva de la propiedad
privada de los medios de producción se mantiene inamovible.
Lo curioso a destacar en este breve escrito es cómo
la derecha, las fuerzas conservadoras, aquellas que detentan la propiedad
privada de esos medios, y por tanto el poder a nivel social, han profundizado
-y de momento ganado- la lucha ideológico-cultural. Que la ideología mantiene
al sistema y es la otra pata -junto a la represión violenta, junto a las armas-
en que se apoya el edificio social, no es nuevo. Que “la ideología dominante
es la ideología de la clase dominante” ya es sabido. Expresado de otro
modo: que el esclavo piensa con la cabeza del amo. Lo llamativo es el grado de
profundidad y eficiencia que ese manejo ideológico ha alcanzado.
Algunos años atrás, no muchos, parecía -o, al
menos, muchos queríamos creerlo así- que el triunfo de la revolución socialista
era inexorable. El mundo vivía un clima de ebullición social, política y
cultural que permitía pensar en grandes transformaciones.
Entre las décadas del 60 y del 70 del siglo pasado,
más allá de diferencias en sus proyectos a largo plazo, en sus aspiraciones e
incluso en sus metodologías de acción, un amplio arco de protestas ante lo
conocido y de ideas innovadoras y contestatarias barría en buena medida la
sociedad global: radicalización de las luchas sindicales, profundización de las
luchas anticoloniales y del movimiento tercermundista, estudiantes
radicalizados por distintos lugares con el Mayo Francés de 1968 como bandera,
aparición y profundización de propuestas revolucionarias de vía armada,
movimiento hippie anticonsumismo y antibélico, incluso dentro de la iglesia
católica una Teología de la Liberación consustanciada con las causas de los
oprimidos. Es decir, reivindicaciones de distinta índole y calibre (por los
derechos de las mujeres, por la liberación sexual, por las minorías
históricamente postergadas, por la defensa del medioambiente, etc.) que
permitían entrever un panorama de profundas transformaciones a la vista.
Para los años 80 del siglo pasado, al menos un 25%
de la población mundial vivía en sistemas que, salvando las diferencias
históricas y culturales existentes entre sí, podían ser catalogados como
socialistas. La esperanza en un nuevo mundo, en un despertar de mayor justicia,
no era quimérico: se estaba comenzando a realizar.
Hoy, cuatro décadas después, el mundo presenta un
panorama radicalmente distinto: la utopía de una sociedad más justa es
denigrada por los poderes dominantes y presentada como rémora de un pasado que
ya no podrá volver jamás. “El Socialismo solo funciona en dos lugares: en el
Cielo, donde no lo necesitan, y en el Infierno donde ya lo tienen”, es la
expresión triunfante de ese capitalismo que, en estos momentos, pareciera
sentirse intocable. Lo que se pensaba como un triunfo inminente algunos años
atrás, parece que deberá seguir esperando por ahora. En medio de ese retroceso
fabuloso de las luchas populares, propuestas de redistribución -con mucho de
asistencialismo, capitalistas en definitiva, como lo que se vive hace unos años
en Venezuela- pueden ser vistas como una avanzada. Eso, pareciera, es lo máximo
a que se puede aspirar en este momento como opción socialista.
El sistema capitalista no está moribundo. Para
decirlo con una frase más que pertinente en este contexto: “los muertos que
vos matáis gozan de buena salud”, anónimo equivocadamente atribuido a José
Zorrilla.
Las represiones brutales que siguieron a aquellos
años de crecimiento de las propuestas contestatarias, los miles y miles de
muertos, desaparecidos y torturados que se sucedieron en cataratas durante las
últimas décadas del siglo XX en los países del Sur con la declaración de la
emblemática Margaret Tatcher “no hay alternativas” como telón de fondo
cuando se imponían los planes de capitalismo salvaje eufemísticamente conocido
como neoliberalismo, el miedo que todo ello dejó impregnado, son los elementos
que configuran nuestro actual estado de cosas, que sin ninguna duda es de
desmovilización, de parálisis, de desorganización en términos de lucha de
clases. Lo cual no quiere decir que la historia está terminada. La historia
continúa, y la reacción ante el estado de injusticia de base (que por cierto no
ha cambiado) sigue presente.
Ahí están nuevas protestas y movilizaciones
sociales recorriendo el mundo, quizá no con idénticos referentes a los que se
levantaban décadas atrás, pero siempre en pie de lucha reaccionando a las
mismas injusticias históricas, con la aparición incluso de nuevos frentes y
nuevos sujetos: las reivindicaciones étnicas, de género, de identidad sexual,
las luchas por territorios ancestrales de los pueblos originarios, el
movimiento ecologista, los empobrecidos del sistema de toda laya (el “pobretariado”,
como lo llamara Frei Betto). Hoy día, según estimaciones fidedignas,
aproximadamente el 60% de la población económicamente activa del mundo labora
en condiciones de informalidad, en la calle, por su cuenta (que no es lo mismo
que “microempresario”, para utilizar ese engañoso eufemismo actualmente a la
moda), sin protecciones, sin sindicalización, sin seguro de salud, sin aporte
jubilatorio, peor de lo que se estaba décadas atrás, ganando menos y dedicando
más tiempo y/o esfuerzo a su jornada laboral. Muy probablemente, la mayoría de
quienes lean este texto trabajan en esas condiciones. La idea de sindicato
luchador por los derechos de los trabajadores salió de escena. Hoy día,
sindicato es casi sinónimo de mafia, de corrupción, de desprotección de los
trabajadores.
Pero las luchas siguen, sin dudas. Justamente ahí
está el punto que queremos remarcar: el golpe sufrido en el campo popular ha
sido grandísimo, y no solo por las montañas de cadáveres y ríos de sangre con
que se le frenó, sino con la monumental lucha ideológica que se ha impuesto
estos años, que sirve como freno con más fuerza aún que las masacres, las
torturas, las desapariciones forzadas.
En esto de la lucha ideológica, hay que reconocerlo
-reconocerlo para, laboriosamente, estudiar el fenómeno y buscar las
alternativas del caso- la derecha ha tomado la delantera. La hegemonía
ideológico-cultural, en este momento, está de su lado, completamente.
En términos globales se ha entronizado un discurso
derrotista, casi de resignación, adaptacionista: “¡sálvese quien pueda!”. Una
forma de entender el mundo donde pareciera que la idea de cambio se ha ido
esfumando. Claro que eso no se dio por arte de magia: hay un poderosísimo y muy
bien articulado trabajo detrás, donde se complementa la represión sangrienta,
la precarización laboral (tener trabajo es casi un lujo, y hay que cuidarlo
como tesoro) y los aparatos ideológico-culturales funcionando a pleno.
Los dueños del capital saben lo que hacen, y sus
tanques de pensamiento, todo su monumental aparato ideológico-propagandístico
-realizado con las más refinadas técnicas de control social- tienen claro el
cometido: mantener el sistema a cualquier costo.
Sin dudas, lo saben hacer muy bien. Los resultados
están a la vista: una pequeñísima, casi insignificante minoría tiene el control
del mundo. Las grandes mayorías estamos desorientadas, adormecidas. ¿Por qué no
reaccionamos? Porque el trabajo de amansamiento está muy bien realizado.
¿Cómo podría explicarse que una posición de
derecha, reaccionaria, conservadora, mezquina e indolente ante el sufrimiento
de la humanidad, se imponga sobre propuestas progresistas? ¿Cómo es posible,
contrariando todo principio de solidaridad y de racionalidad social, que ganen
en las urnas propuestas antipopulares como Berlusconi en Italia, o Donald Trump
en Estados Unidos? ¿Por qué crecen los grupos neonazis? ¿Por qué los argentinos
votan por Macri, o los guatemaltecos por Jimmy Morales? “Nueve de cada diez
estrellas son de derecha”, se mofaba Pedro Almodóvar; pero la burla
encierra verdad. ¿Por qué las propuestas de derecha conservadora se imponen?
¿Qué ha pasado que buena parte de la humanidad puede pensar que Nicolás Maduro
es un dictador y que los venezolanos huyen hambrientos de su país? ¿Cómo ha
sido posible que enormes cantidades de ciudadanos latinoamericanos, en vez de
buscar su liberación político-social, terminen en iglesias neo-evangélicas
fundamentalistas? ¿Por qué interesa más el último gol de Messi que la situación
de precariedad económica? Si, como dijera Salvador Allende, la vocación
revolucionaria de los jóvenes es una cuestión “casi biológica”, ¿por qué hoy
las juventudes piensan más en la droga que en el cambio social? ¿Qué mecanismo
obró para que el discurso revolucionario de décadas atrás de muchos honestos
luchadores sociales -con armas en la mano en muchas ocasiones- se tornara un
aguado cliché “posibilista”, haciendo el coro de la avanzada neoliberal, siendo
cooptados por el sistema con algún cargo menor incluso?
Todo esto se responde con una sola fórmula: ¡lucha
ideológica! Más allá de la provocadora bravuconada de Francis Fukuyama que
acompañó el derrumbe del campo socialista con su triunfal “fin de las
ideologías”, la ideología es el corazón de la lucha de clases actualmente. La
llamada guerra de cuarta generación -la estrategia del control de mentes y
corazones a escala planetaria, hecha desde unos pocos centros de poder global-
está en su cenit. Hoy día la lucha ideológica es de primerísima importancia.
http://www.alainet.org/es/articulo/187518
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