A finales de 2016,
el dueño de Facebook, Mark Suckerberg y su esposa, se comprometieron a invertir
unos 3 mil millones de dólares para “curar, tratar y prevenir todas las
enfermedades”, a través de la creación de Biohub, una compañía sin ánimo de
lucro –libre de impuestos– que sin embargo se quedará con todos los derechos
para comercializar sus inventos. El cofundador de Facebook Sean Parker
invertirá algo menos pero igual retendrá las patentes sobre los resultados de
las investigaciones en cáncer. Los filantropistas Eli Broad y Ted Stanley han
destinado 1.4 mil millones a la fundación del centro de investigación Broad
Institute, ya enzarzado en peleas por patentes, y el asociado Stanley Center
para Investigación Psiquiátrica, que se propone abrir la “caja negra de la
esquizofrenia” y apropiarse de la genética de la psiquiatría.
A diferencia de
sus antecesores como Andrew Carnegie y John D. Rockefeller, quienes donaron sus
riquezas para la construcción de bibliotecas públicas y establecieron
fundaciones, los multimillonarios de Silicon Valley quieren dejar un legado
esta vez en el campo de la salud y la enfermedad.
Buscan estas
versiones modernas de los alquimistas encerrar la vida y toda su complejidad en
cuerpos perfectos de silicona y plástico. Y así como ellos reducen la
conciencia humana a un algoritmo, reducen la biología a una colección de
algoritmos.
Pero aquí aparece
un problema. Comparar el cuerpo a una máquina, usar las técnicas de la
ingeniería genética sin más, para corregir errores, entra en conflicto con la
teoría de la evolución de Darwin: las máquinas y los computadores no
evolucionan, lo que sí hacen los organismos. La evolución importa, y mucho,
pues partes de un código que comprometen una función, con frecuencia aumentan
otra función o pueden ser usadas de nuevo cuando el ambiente cambia. En la
evolución una parte que se daña puede ser la siguiente pieza buena, necesaria y
útil.
El concepto de
tiempo evolutivo puede no ser entendido por los tecnólogos que piensan que más
datos y más dinero acabarán con la enfermedad. Para Darwin la evolución de las
especies se dio por la selección natural en un organismo individual. El
descubrimiento del ADN, llevaría a establecer un marco
unificador entre esas pequeñas cosas que son los genes y las grandes que son
las poblaciones, todo ello bajo el principio clave de Darwin de que la
selección actúa en el individuo. Así, versiones raras de genes pueden
permanecer en una población pues añaden diversidad genética. Ser heterogéneo o
tener una sola copia de una forma rara de un gen, aún éste no sea buenísimo o,
peor aún, lleve cierto riesgo, podría beneficiar a un individuo, permaneciendo
así en una población en baja frecuencia.
Las variantes
genéticas raras son la base de la innovación y pueden mantenerse circulando, no
por azar, sino porque añaden un beneficio adaptativo a la población o al menos
a algunos miembros de ella.
En contraste, los
datos científicos modernos con frecuencia adoptan una posición reduccionista:
mientras más datos y mejores análisis estén disponibles en la biología, más
cercana la solución de los problemas. Como lo dijo el biólogo molecular James
Watson en 1989, “Pensábamos que nuestro destino estaba en nuestras estrellas
pero ahora sabemos que en gran medida está en nuestros genes”. La razón para
favorecer esta explicación es que nuestros cerebros están cableados para
encontrar respuestas, relaciones causa-efecto, simples. Pero tenemos muy pocos
medicamentos y soluciones dos décadas después de que se secuenció el código
genético humano. Y esto puede tener que ver más con los principios biológicos
de la evolución que con la calidad de los análisis.
En lugar de pensar
en la humanidad como un sistema cerrado, haríamos mejor en mirarla a través del
ojo de la ecología, en la que el mismo sistema está sujeto a las influencias de
fuera. En lo que dura una vida, nuestros cuerpos sufren un montón de mutaciones
genéticas, cientos de miles de millones de sinapsis recablean nuestros cerebros
en un momento y los patógenos nos bombardean, penetrando nuestros órganos,
creando un microbioma que también se transforma para mejorar o erosionar la
salud.
En la evolución
nada es gratis. El estrés puede, al mismo tiempo, disparar la creatividad o un
abanico de dolencias. Una variante de un gen puede bajar el colesterol “malo”
pero puede incrementar el riesgo de un accidente cerebro vascular. La
transferencia de genes puede en efecto tratar enfermedades causadas por un
único gen descarriado pero variantes riesgosas que influyen en la enfermedad no
se irán porque con frecuencia ellas proveen ventajas que se verán solo con el
paso del tiempo.
El cáncer, del que
se piensa como si fuera una máquina con circuitos celulares que se han
desajustado, es más una entidad en evolución que sufre cambios en tiempo real.
Todos los trucos que hacen las células tumorales para cambiarse la forma y así
escapar a los tratamientos, pueden ser independientes de lo que dicta el código
genético. Una de las razones de porqué la inmunoterapia puede ser uno de los
mejores tratamientos contra el cáncer reside en que lo trata con los principios
de la ecología. El cáncer evoluciona pero el sistema inmunológico desafiado por
ese tipo de pelea puede también seguirle el paso.
Darwin introdujo
una visión que puede ser muy turbadora: no progresamos a una forma más perfecta
pero sí nos adaptamos a los ambientes locales. Si los humanos fuesen máquinas,
se podrían reparar de forma simple las partes dañadas. Pero si hay algo más
fundamental en los problemas de la vida que los meros mecanismos de la
biología, entonces el riesgo y un elemento de peligro siempre estarán con
nosotros. Y puesto que la diversidad genética es la base de la innovación y la
diversidad, volvernos tan perfectos podría significar nuestra condena.
(Josefina Cano,
08/2017)
Más información en
el Blog de Josefina Cano: Cierta
Ciencia
Este articulo está
basado en un escrito del biólogo de la computación Jim Knozubek, quien escribe
sobre ciencia en diversos periódicos y revistas en Estados Unidos.
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