Antes que apoyar a Rusia y a Putin con una fe ciega
y con una actitud panfletaria, la izquierda debería concentrar sus esfuerzos en
elaborar y difundir una caracterización precisa de la guerra. En la así llamada
guerra contra el terror, este último no es un puro efecto de la violencia
generada por las acciones repudiables de los grupos extremistas y antidemocráticos.
El efecto de la violencia es multiplicado y apreciado, sobre todo, por los
Estados que dicen combatir el terror.
Andrés
Felipe Parra
Desde el 13 de noviembre de
2015, tras los atentados en París, el autoproclamado Estado Islámico ha
ocupado de nuevo la palestra internacional y ha sido el foco de los medios
internacionales de comunicación. Nunca como antes, si exceptuamos los días
que siguieron al atentado del 11 de septiembre de 2001, el debate en torno al
terrorismo había tenido un lugar tan central en la agenda internacional. Casi
que por primera vez hay un consenso internacional en torno a quién es
realmente un terrorista y quién merece ser combatido o exterminado en una
guerra contra el terror. Todos, desde Estados Unidos, pasando por Francia y
Rusia y llegando a Irán, quieren acabar con el Estado Islámico.
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La primera explicación natural
frente a este consenso de la comunidad internacional provendría de la propia barbarie
del Estado Islámico. El uso de la violencia por parte de Daesh es
absolutamente indiscriminado contra los civiles. Asimismo, sus piezas de
propaganda, en las que amenazan a medio mundo, son ridículamente magistrales
y aterradoras. Todo esto haría de Daesh un enemigo absolutamente claro y
reconocible para cualquier persona que tenga un sentido mínimo de humanidad y
civilización. El grado de maldad y de terror que inspira el Estado Islámico
es suficiente para unir a todos.
Sin embargo, la realidad es muy
diferente. No hay duda de que el Estado Islámico ha superado casi a cualquier
organización yihadista, considerada terrorista, en el uso de la violencia y
en el espectáculo de la crueldad. Pero lo que no es tan seguro es que exista,
en efecto, una unidad o un consenso internacional en torno a la lucha contra
el Estado Islámico.
Lo cierto es que todos los
países, que hoy intervienen directa o indirectamente en Siria, combaten al
Estado Islámico. Pero al mismo tiempo combaten a un grupo o a una facción armada
que también combate al Estado Islámico.
Turquía dice combatir al Estado
Islámico, pero bombardea a los kurdos, que también combaten el Estado
Islámico: en junio de este año, aviones turcos bombardearon zonas cercanas a
Alepo, en donde había bases del Partido de los Trabajadores del Kurdistán
(PKK). Muhammed Faris, quien porta la “orden de Lenin” como héroe de guerra
de la Unión Soviética y que pertenece al llamado Ejército Libre de Siria, ha
denunciado que el bombardeo ruso no solo ha combatido al Estado Islámico,
sino que también ha tenido como blanco las posiciones de las tropas bajo su
mando. De igual forma, el bloque de los “países occidentales” (o de la OTAN)
ha enviado ayuda y armamento a facciones de sirios insurgentes que combaten
al gobierno de Al Assad, quien también lucha contra el Estado Islámico.
En el terreno, antes que una
lucha contra el Estado Islámico hay, por el contrario, una guerra solapada
entre las potencias por el control de Siria y su acceso privilegiado al mar
mediterráneo. Es paradójicamente el Estado Islámico quien ha evitado una
confrontación directa entre los países que pugnan por el control de Siria.
En este escenario de guerra
solapada no existe, por lo tanto, un país o grupo que combata exclusivamente
al Estado Islámico guiado por un interés superior de salvar a la humanidad de
la barbarie. Cada cual combate al Daesh a su propio modo. Y eso significa:
encimándole un par de enemigos más a la batalla. La paradoja de la situación
en Siria es cruel: combatir al Estado Islámico implica, al menos
implícitamente, fortalecerlo, pues todos terminan también combatiendo a los
enemigos del califato autoproclamado. Por este motivo, se equivoca la
posición “pro occidental”, que reprocha a Rusia confundir al Estado Islámico
con facciones “laicas” y “moderadas” del Ejército Libre de Siria. También el
punto de vista “antiimperialista” de algunos sectores de la izquierda, que
ven en Estados Unidos y el Estado Islámico la misma persona y en Rusia el
único país que verdaderamente combate a los terroristas. Ambos puntos de
vista simplifican el escenario y olvidan algunas cuestiones fundamentales.
El punto de vista “pro
occidental” olvida que el Ejército Libre de Siria es, antes que todo, un
nombre que reúne grupos y facciones diversas. Aunque, en apariencia, el ELS
es el órgano militar de un gobierno civil conformado por políticos y sectores
de la oposición, lo cierto es que el control que ejercen los civiles del
Consejo Nacional Sirio sobre los militares es casi nulo. En junio del año
pasado, el Consejo Nacional Sirio disolvió el Consejo Militar Supremo,
esgrimiendo razones de corrupción y de desviación de fondos que aportan los
países de la OTAN. Este tipo de acciones no cambió casi nada en el terreno.
La razón es que estando por fuera del escenario de la guerra, los civiles no
pueden hacer un control efectivo de la implementación y el destino de los
recursos que alimentan al ELS. En suma, lo que olvida “occidente” es que la
conexión entre algunas demandas democráticas y legítimas de la oposición siria
contra el gobierno de Al Assad y quienes efectivamente componen el ELS, es de
hecho casi nula.
Por su parte, el punto de vista
“antiimperialista” o “pro Rusia” olvida el propio concepto del
“imperialismo”. De acuerdo con su expositor (Lenin), el imperialismo no es la
dominación de una sola potencia sobre el mundo. El imperialismo no es
exclusivamente el dominio de Estados Unidos (o la OTAN) sobre el Planeta,
sino una conjunción entre el capital, el poder militar y el poder financiero,
como una condición ineludible para hacer negocios en la época “tardía” del
capitalismo. La guerra y las invasiones aparecen, así, como una forma de
reemplazar la competencia entre las potencias en el mercado, pues esa
competencia no es meramente económica, sino que también es necesariamente
militar. Por lo tanto, el imperialismo supone varias potencias en disputa,
que tienen, de hecho, ese mismo proyecto de acumulación de capital acudiendo
al poder militar. Creer que uno se vuelve “antiimperialista” por apoyar a
Putin y a todo el que esté en contra de Estados Unidos, implica ignorar que
en Rusia también existen capitalistas y empresas interesadas en controlar los
recursos y posiciones estratégicas en el medio oriente.
Antes que apoyar a Rusia y a
Putin con una fe ciega y con una actitud panfletaria, la izquierda debería
concentrar sus esfuerzos en elaborar y difundir una caracterización precisa
de la guerra. En la así llamada guerra contra el terror, este último no es un
puro efecto de la violencia generada por las acciones repudiables de los
grupos extremistas y antidemocráticos. El efecto de la violencia es
multiplicado y apreciado, sobre todo, por los Estados que dicen combatir el
terror. Solo bajo el terror, generado en primera instancia por las
organizaciones terroristas, pero multiplicado por los Estados y su punto de
vista exclusivamente policial para afrontar los problemas, los ciudadanos
aceptan medidas casi permanentes que atentan contra las libertades públicas y
que no son muy eficientes para combatir el terror, pues solo sirven para
engordar los bolsillos de las empresas de armamento y seguridad.
Después de una década de
“guerra antiterrorista”, podemos darnos cuenta que existe una gran diferencia
entre combatir el terrorismo y combatir el terror. El combate contra el
terrorismo requiere de amplificar el terror en los ciudadanos, lo que muestra
una terrible coincidencia de propósitos entre los terroristas y quienes los
combaten: ambos están de acuerdo en que hay que propagar el terror como
instrumento para conseguir fines políticos. Pero si el terrorismo se combate
amplificando el terror, el terror mismo se combate con democracia. El terror
se combate con el lema de que, a pesar de la violencia, ni las políticas de
seguridad ni las empresas que se lucran de ellas pueden controlar o gobernar
todos los aspectos de la vida de los ciudadanos.
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